La expresión Hortus conclusus aparece en el Cantar de los Cantares evocando al Edén, un jardín idílico, cerrado, creado por Dios para el hombre, del que posteriormente sería expulsado. El deseo de recuperar ese paraíso perdido fue el que impulsó su carácter poético y lo que le hizo perdurar a lo largo del tiempo. Desde […]
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| 29 jun 2016
La expresión Hortus conclusus aparece en el Cantar de los Cantares evocando al Edén, un jardín idílico, cerrado, creado por Dios para el hombre, del que posteriormente sería expulsado. El deseo de recuperar ese paraíso perdido fue el que impulsó su carácter poético y lo que le hizo perdurar a lo largo del tiempo.
Desde las primeras representaciones medievales, basadas en la interpretación cristiana del relato bíblico, hasta la diversidad de tendencias artísticas del siglo XX, esta figura se ha ido revelando bajo diferentes facetas: las representaciones del Paraíso en el arte religioso, la pintura de jardines, que encontró su punto álgido en el siglo XIX con pintores como Monet, o la diversidad de bodegones que encontramos a lo largo de la historia de la pintura, tienen en común esa reminiscencia del jardín cerrado original, del Paraíso perdido.
La selección de obras empieza con La Virgen y el Niño en el Hortus Conclusus (c. 1410), de un autor anónimo alemán del siglo XV, que muestra la interpretación cristiana del Cantar de los Cantares representando a Cristo y a su Madre en un jardín vallado y rodeados por la fuente sellada mencionada en el poema y otras imágenes que simbolizan la virginidad de María y su papel como madre del Redentor, y continúa con Florero (c. 1485) de Hans Memling, en el que las especies representadas tienen una evidente simbología religiosa: los lirios aluden a la pureza de la Virgen y los iris morados son símbolo del dolor por la muerte de Jesús; el jarrón, en el que aparece inscrito el monograma de Jesús, se convertiría así en una metonimia cifrada del jardín cerrado.
A partir del siglo XVI, el creciente interés científico por las especies exóticas, tanto vegetales como animales, y por la observación de la naturaleza, provocó un cambio de gusto artístico que se pone de manifiesto en obras como El Jardín del Edén (1610-1612), de Jan Brueghel el viejo, en el que flores y plantas mantienen el simbolismo religioso pero en el que se empieza a evidenciar ese deseo de explorar la naturaleza y sus formas; curiosidad científica que vemos también en los bodegones de la época como Vaso chino con flores, conchas e insectos (c. 1609) de Ambrosius Bosschaert I o Jarrón con flores y dos manojos de espárragos (c. 1650) de Jan Fyt.
La temática del hortus conclusus se mantuvo latente en el denominado género de jardines, que alcanzó su máximo protagonismo con la llegada del impresionismo, en el siglo XIX. Fue a partir de 1880 cuando algunos artistas dejaron de interesarse por la vida moderna para centrar su atención en la pintura por la pintura.
En este contexto surgió la pasión por la jardinería, impulsada fundamentalmente por Gustave Caillebotte, a quien el Museo dedica este verano una exposición, y llevada al máximo exponente por Claude Monet, quien construyó un amplio jardín que él mismo cuidaba y representaba en sus cuadros, como en La casa entre las rosas (1925).
En este proceso, el jardín acabó convirtiéndose en metáfora de la pintura: cultivarlo era como cultivar la pintura misma. Fueron muchos los artistas que siguieron las huellas de Monet, entre ellos, el norteamericano Carl Frieseke cuyo cuadro Malvarrosas, pintado también en su jardín, se incluye igualmente en esta selección junto a Mujer con sombrilla en un jardín (1875) de Renoir o Tarde de verano (1903) de Emil Nolde, que nos remiten todos ellos a la imagen del paraíso cerrado.
Las últimas obras reunidas en la instalación ofrecen una idea de la diversidad de caminos e interpretaciones respecto al jardín y a su representación a lo largo del siglo XX, desde los Girasoles resplandecientes (1936), también de Emil Nolde, un ejemplo más de flores cultivadas Anónimo alemán.