Muchas reacciones antiglobalización, canalizadas a través del populismo político, encuentran justificaciones de lo más variado. Para unos, las naciones emergentes, como China, han crecido rápidamente a expensas de los occidentales. Compitiendo, de alguna manera, con las cartas marcadas (desde subsidios del estado hasta cierta laxitud en sus normativas laborales o medioambientales). Esto, en definitiva, las […]
InternacionalDirigentes Digital
| 22 ene 2020
Muchas reacciones antiglobalización, canalizadas a través del populismo político, encuentran justificaciones de lo más variado. Para unos, las naciones emergentes, como China, han crecido rápidamente a expensas de los occidentales. Compitiendo, de alguna manera, con las cartas marcadas (desde subsidios del estado hasta cierta laxitud en sus normativas laborales o medioambientales). Esto, en definitiva, las habría dado una posición de ventaja injusta. Y, consecuentemente, estaría detrás de todos los empleos agrícolas, manufactureros e industriales destruidos desde 1998. Concretamente dieciocho millones, en la UE, desde 1998.
Sin embargo, la economía no es un juego de suma cero. Las ganancias de un país, como China, no necesariamente equivalen a lo perdido por otros. Más al contrario, la evidencia derivada del ciclo económico moderno revela fases compartidas, tanto expansivas como de contracción. En consecuencia de todo lo anterior, es necesario analizar otras variables relevantes como, por ejemplo, la disrupción tecnológica. Y, además, no perder la perspectiva del cambio de modelo económico que se está produciendo.
Según Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, las sociedades humanas han experimentado un desarrollo económico exponencial como consecuencia de cuatro revoluciones industriales clave. La primera, desde 1760 hasta 1840, introdujo una mecanización inédita hasta entonces. Los ferrocarriles, junto con la máquina de vapor, facilitaron un despegue notable del crecimiento desde el año 1700 hasta 1820. La electricidad, a finales del siglo XIX, sustentó otra revolución industrial hacia un sistema de producción en masa. La tercera revolución industrial, de naturaleza digital, tuvo un enorme impacto dinamizador, tanto en materia estrictamente económica como demográfica, hasta finales del siglo XX. Y la cuarta revolución industrial, fundamentada en disrupciones tecnológicas donde los costes marginales tienden a cero, plantea nuevos retos a abordar en este siglo XXI. Un desafío, acuciante, es el conocido como la desindustrialización.
La última desindustrialización, consecuencia del modelo económico digital, también ha contribuido a un incremento notable de las desigualdades sociales. La destrucción del empleo manufacturero e industrial ha tenido un efecto devastador sobre las clases medias en muchas naciones occidentales. Actualmente, para crear una misma unidad de riqueza, es posible contratar a cada vez menos trabajadores. La proporción del factor trabajo se ha venido reduciendo sensiblemente, en relación al valor añadido bruto real de cada sector, desde 1998. Este descenso, además, ha sido bastante acusado dentro del sector tecnológico de las ‘comunicaciones e información’ en la UE-28. En términos reales, desde 2008 hasta 2018, cada unidad adicional de valor añadido bruto creada dentro del sector exigió utilizar solamente 0,004 empleados. La fuerza laboral del sector tecnológico de las ‘comunicaciones e información’, en esos años, creció un 19%. Sin embargo, su valor añadido bruto, medido también en términos reales, lo hizo un 40%. Todo esto, consecuentemente, revela una aportación decreciente del factor trabajo al crecimiento económico en detrimento de las nuevas tecnologías. Un número relativo cada vez menor de trabajadores, del sector tecnológico, está siendo retribuido con salarios más altos. Y, viceversa, muchos trabajadores de sectores tradicionales, menos intensivos en tecnología, se han encontrado con su retribución estancada o, directamente, abocados al paro.
El empleo del sector ‘comunicaciones e información’, en relación al total de la economía europea, apenas había subido siete décimas desde 1998. Pero su contribución al PIB, durante veinte años, se duplicó hasta alcanzar el 6%. La creación de valor añadido bruto, en términos absolutos, supera a todos los demás sectores (250 mil millones de euros desde 2008 hasta 2018). Y su productividad, entre los años 1998-2018, ha crecido casi un 80%. Solamente los sectores agrícola, manufacturero e industrial, donde más empleo se ha destruido durante la crisis (unos 18 millones, desde 1998, según EUROSTAT), ofrecen ganancias similares en productividad, del 50-100%. Todo esto ha situado al sector de las ‘comunicaciones e información’ como el mejor pagado en toda la UE. Por otra parte, el sector con más trabajadores empleados dentro de la UE (‘comercio-logística-transporte-restauración-turismo’), presenta una productividad relativamente menor. Y el sector público, un 20% del empleo total de la UE, ha venido manteniendo una productividad real cercana a cero desde 2008. Una cosa es absolutamente cierta: los incrementos salariales deben variar en función, más o menos, de la productividad. Por tanto, si el empleo más productivo es relativamente minoritario en relación al total de la fuerza laboral, como sucede con ‘comunicaciones e información’, las desigualdades económicas acabarán siendo crecientes. Los sectores agrícola, manufacturero e industrial han aumentado las retribuciones salariales, en línea con una productividad más elevada, a costa de destruir empleos. Y algunos sectores tecnológicos, como ‘comunicaciones e información’, también han visto subir velozmente los sueldos dentro del periodo 1998-2018. Sin embargo, estas industrias tecnológicas no han creado tantos empleos como otros sectores más intensivos en mano de obra, donde las alzas salariales vienen siendo limitadas debido a su menor productividad.
En toda revolución industrial, derivada de disrupciones tecnológicas ineludibles, la clase trabajadora está obligada a reconvertirse. Debe trasladarse desde los sectores económicos con escasa o nula productividad, donde en algunos casos también se estaría eliminando empleo, hacia otras actividades más productivas estrechamente vinculadas a la conocida como ‘nueva economía’. Los beneficios del cambio de modelo económico, tras haber completado las tres revoluciones industriales anteriores, son absolutamente verificables. Pero los costes sociales iniciales, durante la transición desde viejos modelos hacia otros nuevos, también han sido enormes. Es necesario consolidar una narrativa sólida de los beneficios sociales, tecnológicos, medioambientales e innovadores derivados de la cuarta revolución industrial. Avanzar en una integración efectiva de todas las naciones del mundo. E, ineludiblemente, garantizar la movilidad perfecta del factor trabajo mediante una formación adecuada sobre las necesidades económicas en cada momento, entre otras consideraciones. Sin esto, los perdedores de la globalización amenazan con revertirla otra vez, como sucedió en las primeras décadas del siglo XX.