Si en la última tribuna hablábamos de cómo la atención se había convertido en un bien escaso y, por tanto, en un objeto de deseo cada vez más cotizado, hoy quiero centrarme en cómo está evolucionando la forma de comunicar por parte de empresas, instituciones y organizaciones para tratar de adaptarse a este nuevo fenómeno […]
Dirigentes Digital
| 14 nov 2022
Si en la última tribuna hablábamos de cómo la atención se había convertido en un bien escaso y, por tanto, en un objeto de deseo cada vez más cotizado, hoy quiero centrarme en cómo está evolucionando la forma de comunicar por parte de empresas, instituciones y organizaciones para tratar de adaptarse a este nuevo fenómeno de la “desatención”. A lo largo del día, nuestro cerebro recibe tal cantidad de impactos informativos, gráficos y audiovisuales que es incapaz de poder captar, ordenar y digerir la inmensa mayoría de ellos.
Al igual que les sucede a los niños pequeños con la comida, somos incapaces de deglutir toda esa información que recibimos diariamente a través de infinidad de canales (televisión, radio, redes sociales, chats, correos electrónicos, SMS, plataformas de contenido, etc.). Así que nuestro cerebro opta, o bien por rechazarla pegando un manotazo a la cuchara o bien por centrarse en la información llamativa y fácil de digerir. Desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir, nuestro cerebro está permanentemente decidiendo entre ambas opciones. Manotazo o puré, manotazo o puré… actuar de forma distinta es realmente agotador y, en ocasiones, fisiológicamente imposible.
La información llamativa es toda aquella que despierta nuestra atención a partir de una o varias novedades que resultan interesantes para nuestro cerebro. Esas novedades suelen ser cambios con respecto al statu quo actual de los mensajes que sueles recibir, estéticas innovadoras o conceptos que consiguen despertar nuestra curiosidad por alguna razón.
Conseguir atraer la atención es el primer paso de una comunicación disruptiva. Sin embargo, captar la atención es una condición necesaria pero no suficiente para que nuestra comunicación termine afectando a la conducta de compra de nuestros clientes, el sentido del voto de los ciudadanos o las decisiones cotidianas del día a día. Y es ahí donde entra en juego otro elemento clave para que se produzca la disrupción, que no es otro que ser capaz de simplificar al máximo la elección que planteamos a nuestros interlocutores. A nuestro cerebro le encanta poder tomar decisiones rápidas, por eso ama los purés informativos, sencillos de entender y fáciles de discriminar entre tanto plato elaborado y de digestión pesada. Y es que más opciones conducen a mayor estrés psicológico y a menos sentimientos de felicidad a lo largo del día, y eso a nuestro cerebro no le gusta.
De ahí que la nueva comunicación se centre, una vez captada la atención, en generar contrastes estratégicos en la mente del receptor, que no es otra cosa que propiciar una elección entre dos únicas categorías. ¿Comunismo o libertad? ¿pro-ruso o pro-ucraniano? ¿subir o bajar impuestos? ¿sanidad pública o privada? ¿pro-aborto o pro-vida? ¿Con azúcar o sin azúcar? Si eres capaz de que tus clientes acepten un marco de juego dicotómico, ya has ganado. Perderás a los que opten por la opción contraria a la tuya, pero ganarás el otro cincuenta por cierto de clientes que no se plantearán ni dar el salto al otro extremo ni dedicar tiempo y esfuerzo a crear otra categoría.
Y es que, ante grandes males, como lo es la “desatención”, siempre tienen que surgir grandes remedios. Será en unos años cuando podamos valorar si la comunicación disruptiva fue o no la solución ante tanta saturación sensorial e informativa, pero lo que nunca es una opción es quedarse parado, anhelando lo que fue o renunciando o lo que ya es. Eso te aboca a la irrelevancia como negocio, empresa o institución.