El nuevo coronavirus, 2019-nCoV, ha paralizado China en las últimas semanas. Y, lo realmente preocupante, es que amenaza con distorsionar la economía durante los próximos meses. Según diferentes estimaciones, el gigante asiático habrá dejado de crecer casi dos puntos porcentuales en este primer trimestre, situando su PIB alrededor del 5%. Sería, de confirmarse, su menor […]
InternacionalDirigentes Digital
| 05 feb 2020
El nuevo coronavirus, 2019-nCoV, ha paralizado China en las últimas semanas. Y, lo realmente preocupante, es que amenaza con distorsionar la economía durante los próximos meses. Según diferentes estimaciones, el gigante asiático habrá dejado de crecer casi dos puntos porcentuales en este primer trimestre, situando su PIB alrededor del 5%. Sería, de confirmarse, su menor crecimiento desde la masacre del Tiananmen, en 1989.
Algunas multinacionales, como Apple, han visto interrumpido su suministro desde China (lo cual las obliga a ir buscando proveedores de bienes intermedios en otros países). Y otras muchas, con fábricas en China, han decidido paralizar su producción. Los daños infligidos al sector del ocio, en plenas fiestas de año nuevo, también son considerables. Un tercio de las ventas derivadas del turismo global son a clientes chinos. Debido a la reducción prevista del turismo chino, Tailandia ha recortado sus previsiones de PIB para 2020. Dentro del lujo, uno de cada dos productos tiene como cliente final un nacional chino, aprovechando sus viajes al extranjero para realizar estas compras. Este sector, parece, también podría sufrir una desaceleración más o menos brusca. Y, dentro de China, se están refinanciando los créditos concedidos a muchas PYMES. Al evitar las aglomeraciones de personas, muchos negocios están cerrados o sin clientela suficiente, lo cual acabará ejerciendo cierta presión sobre el empleo. Los cines chinos, sin ir más lejos, han cerrado durante estas últimas fiestas cuando, en 2019, la recaudación del año nuevo ascendió hasta casi los ochocientos millones de dólares. Los costes económicos derivados del coronavirus, atendiendo a todas estas consideraciones, entre muchas otras, son devastadores.
Sin embargo, el virus en cuestión, presenta una tasa de mortalidad del 2-3%. Los fallecidos, esencialmente, son personas de edad avanzada con afecciones previas. Y docenas de pacientes, tras recibir tratamiento médico, han conseguido recuperarse. Este virus, es cierto, se contagia más rápidamente si lo comparamos con otras crisis similares como la del SARS (2003). El principal riesgo, en este caso, sería una saturación súbita del sistema de atención médica. Wuhan, epicentro del brote, ha tenido que levantar un centro médico, dotado con mil camas, en tan solo diez días. Pero, salvo esta circunstancia, no parece existir un porcentaje significativo de la población gravemente amenazada por este nuevo coronavirus. La mortalidad, además, es marginal en los países afectados fuera de China (inferior al 0,1%).
Con todo, como es natural, la opinión pública está sometiendo esta crisis a un escrutinio exhaustivo. Y, como consecuencia de esto, el gobierno central chino ha reaccionado con medidas extremas. Es decir, con un virus que afecta al 0,0014% de la población, ha accedido a sacrificar una parte notable del PIB. Parece, desde la fría perspectiva de los datos disponibles, una reacción excesiva.
Desde el exterior, no cabe duda, se ha estado ejerciendo presión nada más confirmarse los hechos. La censura inicial del gobierno local de Wuhan, ocultando los primeros brotes, ha generado una enorme desconfianza hacia las autoridades chinas. En realidad, de regímenes opacos como son los comunistas, la comunidad internacional siempre espera dos cosas. Primero, una falta de información precisa acerca del problema, lo cual termina teniendo efectos devastadores sobre los ciudadanos. Y, en segundo lugar, dar preferencia a cuestiones de índole económica sobre las vidas humanas. Todo ello, evidentemente, desde la más absoluta ineficiencia de los resultados finales. Sin embargo, el gobierno central chino ha decidido salirse del guión, castigando la ocultación de información sobre esta crisis. El recuento de afectados, en tiempo real, resulta creíble para la OMS. Y, hasta este momento, ningún gobierno extranjero está poniendo en duda la veracidad de las cifras ofrecidas. Por otra parte, la actividad económica ha sido paralizada parcialmente, al único efecto de evitar más contagios. Es decir, se han priorizado las vidas humanas, lo cual no suele ser habitual en los regímenes comunistas. Pero este cambio de rumbo, con vistas a hacerlo evidente interna e internacionalmente, también ha derivado en una cierta sobrerreacción. El partido comunista mantiene sus intentos de legitimarse al frente del poder, en China, si bien los costes siguen siendo altos. Esta crisis del coronavirus, en cualquier democracia liberal occidental, habría tenido un coste sensiblemente menor. Primero, no habría sido necesario sobreactuar en detrimento de la actividad económica. Las crisis de legitimidad política, en democracia, se resuelven automáticamente convocando elecciones. Y, segundo, la presión del mundo industrializado no habría sido tan asfixiante. China, conviene recordarlo, no deja de ser un rival estratégico para EE.UU. o la UE. Wilburg Ross, Secretario de Comercio norteamericano, afirmó lo siguiente acerca del coronavirus: “Esta crisis puede devolver mucho empleo a los EE.UU.”. El racismo anti-chino, convenientemente incluido en las coberturas mediáticas, lamina los esfuerzos titánicos del gigante asiático a la hora de forjar alianzas internacionales mediante su ambiciosa iniciativa comercial conocida como Belt and Road (BRI). El pánico podría estar retroalimentándose al efecto de intentar debilitar a China. Y, desde una óptica del partido comunista, para legitimarlo como un gestor responsable (de cara a la opinión pública doméstica e internacional). Sin embargo, el excesivo celo derivado de una presión internacional adicional ejercida sobre determinados regímenes dictatoriales (más todavía si son considerados rivales estratégicos), también convierte la acción política en ineficiente. Incluso, pese a haber sido capaz de presentarse ante la opinión pública, externa e interna, como un gestor responsable. Esto último, a una dictadura, se le reconoce menos, al menos internacionalmente. El sobrecoste ahora es, sobre todo, económico. El gobierno central, en vidas humanas, parece haber hecho todo lo posible para minimizar las pérdidas. Sin embargo, esta crisis ha vuelto a poner sobre la mesa una paradoja incómoda para China: el desarrollo económico no es condición suficiente para contrarrestar su notable fragilidad política dentro del concierto internacional de naciones. Esto, sin duda, es clave para entender las relaciones de poder entre países en pleno siglo XXI.