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Opinión

Amar la nada

El mejor plan para las vacaciones es no hacer nada. Y el problema es que ya no sabemos hacerlo. No sabemos no hacer nada. Hemos perdido la costumbre porque, desde que alguien nos metió en la cabeza que siempre tenemos que estar encendidos, no sabemos apagarnos. Y no hablo de abandonar el ruido y la […]

Dirigentes Digital

26 jul 2022

El mejor plan para las vacaciones es no hacer nada. Y el problema es que ya no sabemos hacerlo. No sabemos no hacer nada. Hemos perdido la costumbre porque, desde que alguien nos metió en la cabeza que siempre tenemos que estar encendidos, no sabemos apagarnos. Y no hablo de abandonar el ruido y la polución, ni de desconectar la televisión, ni siquiera de clausurar nuestras redes sociales. Hablo de apagarnos a nosotros mismos. De interrumpir el flujo de corriente que nos hace estar en constante tensión.

Nadie sabe cómo, pero hemos convertido el ocio en un reflejo del trabajo. Por eso, por ejemplo, nos pasamos semanas, o meses, programando nuestras vacaciones.

Escogiendo destinos, reservando vuelos, seleccionando cuidadosamente hoteles y engullendo páginas web hasta que encontramos los mejores rincones, las playas más recónditas, los mercadillos más exquisitos. Hay quien dice que se entretiene haciéndolo. Y resulta sorprendente, porque es difícil mantener la calma cuando observas que los precios de todo van subiendo y que aún no te has decidido, o cuando descubres que en el hotel de tus sueños ya no quedan habitaciones con vistas al mar. O cuando sumas el seguro al precio del coche de alquiler y te das cuenta de que vas a tener que cenar mortadela todos los días. El entretenimiento es otra cosa: es ver cómo esta mañana ha salido una flor nueva en el jardín y dedicarte a contemplarla. Así, porque sí. Entretenerse es perderse en una novela y no ser consciente de que el tiempo pasa. Entretenerse es dejar pasar el tiempo con cualquier cosa, sin sentir necesidad de llenarlo, porque no se experimenta vacío alguno.

Cuentan que un asno se murió de hambre entre dos montones de paja porque no pudo decidir de cuál comer. Algo parecido nos pasa a nosotros durante las vacaciones, cuando recorremos todos los restaurantes de la calle ponderando cada uno, leyendo su carta y contando comensales para ver si hay el número justo: suficientes, pero no demasiados. También cuando invertimos esfuerzos en escoger series. Tiempo casi siempre perdido porque la mayoría de ellas acabamos durmiéndolas, de lo agotados que estamos. Analizamos minuciosamente blogs especializados, gastamos tiempo en preguntar a nuestros amigos, observamos escrupulosamente las estrellas que tiene cada una, y así sucesivamente. Hasta que encontramos la serie perfecta que, aunque nos desencante en el primer capítulo, nos empeñamos en seguir durante al menos la primera temporada, no vaya a ser que mejore. Cuánto tiempo perdido.

Parece que hemos olvidado que no todo se hace haciendo. Que para que algo se encienda tiene que haber estado apagado primero. O que ningún organismo ni maquinaria puede entregar potencia indefinidamente. O que el músculo crece cuando descansa, no cuando se estresa. Una perversa interpretación del descanso activo y del ocio productivo nos han llevado a todos a continuar con el pulso que le echamos a la vida también en lo que debería ser nuestro descanso. Peleando por la mejor zona para poner la toalla o aprovechando para introducir algunas repeticiones más en nuestra rutina de ejercicio. Y luciendo esos relojes en la muñeca que dicen que son inteligentes y que se empeñan en llenar de notificaciones nuestra vida a veces por los motivos más absurdos. En un experimento se descubrió que la mayoría de las personas prefería una descarga eléctrica a quedarse a solas con sus pensamientos. Fue cuando se constató que no sabemos parar. Que no sabemos no hacer nada.

El mejor consejo que se le puede dar a cualquiera que emprenda sus vacaciones es que se pare. Que se detenga. Como cuando uno flota en el agua del mar. Dejando que las pequeñas olas le acaricien la piel, con los oídos dentro del agua para no oír el bullicio de la playa. Simplemente dejándose llevar.

Amar la nada es amar esa sensación. La de estar. Simplemente. Pero no ese estar aquí y ahora machacón que tanto se predica hoy y que vuelve ceñudos nuestros rostros mientras nos esforzamos, otra vez más, en estar haciendo lo correcto. Qué sociedad más rara hemos creado que, a veces, hasta cuando meditamos tiene que ser con la aplicación que tiene mejores valoraciones, en la postura que recomiendan los gurus y, si nos descuidamos, con el gong que también acumula más opiniones positivas y rodeados del resto de adminículos tan aparentemente imprescindibles como en realidad intrascendentes: que si el cojín, que si el incienso, que si tal o cual melodía que, se ha demostrado, es la que produce mejores efectos. Los castúos labradores extremeños, escribía Luis Chamizo, “inorantes de las cencias de los sabios las jonduras d'otras cencias descubrieron cabilando tras las yuntas en la pas de los barbechos”. Eso sí que era meditar.

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