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Opinión

El virus de la kindelización del aprendizaje

El Kindle es sin duda uno de los protagonistas por derecho propio del mundo digital. Dejando a un lado el improductivo dilema de si sustituirá en algún momento al libro de papel, o seguirá complementándolo, lo cierto es que es un artilugio conveniente. Sin embargo, su capacidad para hacer desaparecer toda una biblioteca en apenas […]

Dirigentes Digital

29 jun 2020

El Kindle es sin duda uno de los protagonistas por derecho propio del mundo digital. Dejando a un lado el improductivo dilema de si sustituirá en algún momento al libro de papel, o seguirá complementándolo, lo cierto es que es un artilugio conveniente. Sin embargo, su capacidad para hacer desaparecer toda una biblioteca en apenas unos milímetros a veces nos sigue provocando esa frustración tan característica de la vuelta de las vacaciones prepandémicas. Cuando uno cargaba el Kindle con todo tipo de novedades nórdicas, trilogías crepusculares y demás sombras en cincuentena, con la intención de ponerse al día con la literatura, al menos con la de sol y playa. Y al volver de allí mismo, deshaciendo el equipaje, uno encontraba su libro electrónico en el fondo de la maleta, exactamente en el mismo sitio donde comenzó el viaje. Y con la batería intacta.

En plena fiebre de las multicopistas ya decía Umberto Eco que haber fotocopiado las páginas de un libro traslada la falsa sensación de haberse hecho con el conocimiento que contienen. De la misma manera, haber descargado en un Kindle cualesquiera obras, por más inquietantes, vampíricas o salaces sean, no equivale a leerlas, mucho menos a disfrutarlas.

Es una gran verdad que vivimos una era en la que el desarrollo personal también se ha vuelto un objeto de consumo. Y por eso cuando nos notamos orondos o lentos lo que hacemos es comprar un bono anual para el gimnasio. O si alguien nos recomienda el mindfulness como forma de superar el estrés y mejorar nuestra productividad, lo primero que se nos ocurre es descargarnos una aplicación para meditar. Y si sentimos que tenemos que ponernos al día en cualquier tema bullente en la arena empresarial, pensamos enseguida en suscribirnos a un programa de formación en el que, tras un usuario y una contraseña, nos esperan silentes varios gigabites de información a nuestra entera disposición. En cómodos vídeos de pocos minutos, como antes se vendían las enciclopedias en cómodos plazos. Y para siempre. Por si puede que, debido a la impertinente procrastinación que todos padecemos, no logremos comenzar a verlos ni mañana ni en el mañana de mañana.

Muy poca gente que se matricula en un gimnasio consigue ir de manera regular más allá de unas pocas semanas. Por otro lado, la mera observación accidental sugiere que si todo el mundo que dice meditar lo hiciera, los ánimos en muchos sitios no estarían tan crispados como lo están. Respecto a la formación, quizá uno de los fenómenos más desapercibidos de la transformación de átomos en bits es la aparente evanescencia del esfuerzo en los entornos virtuales y sus consecuencias.

Al igual que la lectura, la formación no es algo que se compra, ni algo que se atesora, ni desde luego algo que ocurre con el mero visionado de un vídeo. Si así fuera, la ingente cantidad de terabytes de formación gratuita que desde hace ya más de una década existen en la red nos habrían hecho ya una sociedad más culta y más sabia. Sin embargo, información no es cultura, mucho menos sabiduría.

La impertinente e inveterada pretensión humana de querer capturar el aprendizaje dentro de un soporte no es ni mucho menos nueva. Así por ejemplo, en 1587 Everard Digby publicó De arte natandi, una obra en dos volúmenes sobre la práctica de la natación. Es fácil imaginar el éxito tan solo relativo de la obra, considerando en primer lugar que el libro fue escrito en latín y no se tradujo al inglés hasta ocho años después. En segundo lugar, y pese a que la obra pretendía ser práctica y debido a ello incluía varias ilustraciones, contemplándolas se aprecia a simple vista la ingenuidad de la propuesta. Es altamente improbable que nadie aprenda a nadar con un libro, de la misma manera que no se puede aprender a arar la tierra con un esquema, o aprender a auscultar sin practicarlo.

Sin embargo, en determinadas áreas de conocimiento, como es el caso de las competencias empresariales, aún se sigue obrando con la ingenuidad que contiene De arte natandi. Nadie duda de que determinados conceptos se puedan conocer leyendo, o que determinada información se pueda transmitir en un vídeo. Es más, es incluso posible que el germen de una actitud se pueda propagar a través de medios telemáticos. Sin embargo, esa no es la cuestión. La cuestión es si se puede aprender a diseñar una verdadera estrategia, a desarrollar a otras personas o a tomar decisiones importantes con esos procedimientos, por bien producidos que estén, al igual que bien decoradas estaban las ilustraciones de Digby.

La kindelización del aprendizaje es ese fenómeno, hoy tan extendido como algunos virus, según el cual se sigue pensando que el conocimiento y las competencias son entidades capturables y almacenables. Y a ello se añade el embrujo de un entorno donde el esfuerzo se ha descremado, casi evaporado.

A finales del siglo pasado imperó en la formación el paradigma de la superespecialización. Con independencia de sus virtudes, provocó grandes silos y vasos incomunicantes en las empresas que causaron ineficiencias en las fronteras entre departamentos. Es difícil predecir aún el impacto que tendrá la kindelización del aprendizaje sobre la productividad de los profesionales y la estrategia de las empresas. Seguramente algo se ganará, y seguramente también algo se perderá. Quizá el efecto más singular en el terreno de la formación es que los cambios son tan lentos que, en el fondo, cada generación desconoce lo que ha ganado. Aunque también ignora lo que ha perdido.

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