El coronavirus explotó entre nosotros y provocó una estampida del rebaño que somos. Antes perseguíamos nuestras verdades, para nosotros ciertas, nos alimentábamos en verdes praderas y abrevábamos en los riachuelos del entretenimiento. Por la noche nos dejábamos caer rendidos y felices, tan felices como inconscientes éramos de lo difícil que podía llegar a ser el […]
Dirigentes Digital
| 13 ene 2023
El coronavirus explotó entre nosotros y provocó una estampida del rebaño que somos. Antes perseguíamos nuestras verdades, para nosotros ciertas, nos alimentábamos en verdes praderas y abrevábamos en los riachuelos del entretenimiento. Por la noche nos dejábamos caer rendidos y felices, tan felices como inconscientes éramos de lo difícil que podía llegar a ser el mero vivir. Otras sociedades, de hecho muchas, eran más conscientes del peligro que la nuestra: hambrunas, epidemias, guerras, o el mismo dolor y sufrimiento de una vida difícil las habían hecho familiarizarse con la pena y con la muerte. Nuestro rebaño, sin embargo, había dejado de creer que tales cosas existieran.
Luego, cundió el pánico y salimos disparados, disgregándonos en pequeños grupos. Muchos, la mayoría, abrazaron la fe en la ciencia mientras que otros, los menos, se opusieron a ella bajo la luz de teorías conspiratorias. Pero todos nosotros, que habíamos estudiado sobre la superación y la resiliencia, sobre las claves del desarrollo personal, el coaching, la inteligencia emocional, el mindfulness y mil cosas más, caímos de rodillas doblando la testuz y mordiendo la tierra que nos sostenía. Heridos como estábamos en el corazón de nuestro estilo de vida.
La pregunta es dónde estamos ahora, hacia dónde nos dirigimos. Hacia dónde, maltrechos como estamos, hay que dirigirse.
Decimos haber aprendido sobre la vida. En su día nos repetimos mil veces que ahora sí que comprendíamos, por fin, el significado de la existencia, y que íbamos a recuperar todo lo que de verdad importa, todo lo que nos estábamos perdiendo mientras nuestras caras reflejaban la luz de las tontunas digitales y del entretenimiento barato. Familia, amor, fidelidad, compromiso y, sobre todo, salud. Como prueba de ello muchos, no tantos aquí, abandonaron sus trabajos porque no les llenaban, porque estaban hartos de sus jefes y porque querían encontrar sentido en lo que hacían de nueve a cinco.
El bien mayor y el mayor mal de las personas es el olvido. Olvidan las mujeres el dolor del parto, olvidamos las afrentas de nuestros amigos y hermanos, incluso las graves, y olvidamos los esfuerzos que nos ha costado construir una vida. Nuestra mente borra del recuerdo las experiencias traumáticas porque sería imposible vivir con ellas a cuestas.
Por eso ahora, que el rebaño está de nuevo poniéndose en pie, alzando la cabeza y congregándose de nuevo, hay que luchar por no olvidar. Aunque sea tatuándonos en la piel aquellos valores a los que un día juramos volver. Porque el riesgo es la huida hacia delante.
Ahora de nuevo estamos pasando penurias, quizá la mayoría no tan graves como cuando ocurrió la estampida, pero todo volverá a su cauce y la rueda del ciclo económico girará de nuevo. Huir hacia delante es volver a lo de antes de la estampida, al consumir por consumir, al trabajar por trabajar y al vivir por vivir. Huir hacia delante es volver a caer en la trampa del dedo deslizante, de los contenidos sin fondo y de las series infinitas. Huir hacia delante es meter en un cajón todo lo que hemos vivido, sellarlo con cinta de embalar y subirlo al desván, donde nadie pueda escuchar sus gritos.
La dificultad estriba en el mismo punto que cuando hablamos sobre la muerte. No podemos olvidarnos de que un día moriremos, pero tampoco lo podemos tener presente cada minuto del día. Tampoco podemos evocar a cada instante aquello que nos sucedió ni dejarlo en el olvido. Porque la sabiduría no consiste ni en olvidar ni en recordar. Sino en transformar un recuerdo triste en la semilla de una vivencia configuradora. Es utilizar lo vivido en beneficio de lo que viviremos. Es evocar la muerte para sentirnos vivos y reafirmarnos en que, mientras estemos aquí, haremos todo lo posible para que cada día merezca la pena, aunque algunos de ellos no sean los más brillantes entre los posibles. La otra opción, huir hacia delante, dejando atrás el pasado sin aprovecharlo para ser mejores y más felices, es arrinconar la idea de que, un día, quizá uno no muy lejano, algo pueda estallar de nuevo en medio del rebaño provocando otra estampida. Pero esta vez una definitiva: una que nos haga correr desbocados hacia la dirección en la que nos espera el abismo