Por Jesús Alcoba, director creativo en La Salle Campus Madrid
Jesús Alcoba
| 18 abr 2024
El espíritu de la oficina nos persigue a toda hora. Se nos presenta por todas partes: nos llega por correo, en mensajes en apariencia inocuos y, sobre todo, nos brota de nuestras propias neuronas, más virulento por la noche, cuando todos los fantasmas salen a pasear.
Se han dedicado innumerables páginas y metros de película al paradójico género del terror. Paradójico porque sus aficionados pagan para que les inoculen el miedo en el cuerpo. A lo largo de la historia se han sucedido las momias, los vampiros, los niños diabólicos, las monjas satánicas y todo tipo de entidades oscuras, hijas del mal absoluto. Y cada vez lo que vemos es más retorcido y horroroso.
Sin embargo, nada nos asusta tanto como el espíritu de la oficina. Ese que nos sorprende mientras dormimos, en forma de un despertar inquieto por lo que no hemos hecho, por lo que no vamos a llegar a tiempo de hacer, o por lo que no vamos a poder hacer. Ese mismo espíritu que nos roba la conciencia mientras vamos en el coche, o en el metro, y que nos impide escuchar nuestra música, nuestra radio o nuestro podcast. Nuestro contenido favorito nos llega a los oídos, sí, pero muy por encima sobrevuela el espíritu de la oficina con sus ensordecedores tienes y con sus maquiavélicos debes, salpimentados con sus dimes y con sus diretes.
Y nos ataca también, claro está, sentados en la mesa de la oficina o en la mesa de reuniones, donde apenas podemos darnos cuenta de que la vida sigue existiendo a nuestro alrededor. De que, fuera de las cuatro paredes entre las que nos desgastamos, los niños juegan alborotados en los patios de colegio, los violinistas crean pura belleza con sus instrumentos y los prados se dejan acariciar suavemente por los vientos cálidos del remoto sur.
Trabajamos un determinado número de horas, sí, pero lo cierto y verdad es que, en nuestra conciencia, estamos todo el día devanando, trajinando, oficinando. No nos quitamos ni a sol ni a sombra esta ubicuidad laboral que parece ser otro de los signos de nuestro tiempo.
A veces, pocas veces, nos vamos de vacaciones y, durante unos días, breves días, conseguimos arrinconar al espíritu de la oficina al fondo de nuestra conciencia y entonces dormimos bien, reímos a carcajada verdadera y nos sentimos propietarios de nuestro propio ser y de nuestra propia piel. Hasta cogemos algo de peso y nos vemos más saludables, más morenos, menos arrugados.
Pero, ay, luego de vuelta, luego en el atasco, luego mientras deshacemos las maletas, luego mientras hacemos la compra apresurada porque tenemos la despensa vacía, regresa el espíritu de la oficina, a veces más fuerte y maligno que nunca, más agigantado, más cruel y más bronco.
El trabajo ya ocupaba gran parte de nuestra vida antes. La mitad de nuestra vida despiertos, que no es poco. Sin embargo, insidiosamente, ha ido comiendo horas, arrebañando minutos, adueñándose incluso de esas pequeñas migajas que constituyen la mirada fugaz al móvil en el ascensor, o la nota rápida pulsada entre el tráfico para no olvidar algo urgente.
La constatación quizá más espantosa es que el espíritu de la oficina, culpable de la mayoría de los miedos reales que campan por sus respetos en nuestra vida, en ocasiones más intenso y constante que los amoratados vampiros y las protervas monjas, no es una criatura solo alimentada por su propia crueldad. También lo alimentamos nosotros mismos enviando ese email fuera de hora y fuera de día, también lo cebamos cuando, subiendo las escaleras, atracamos a mano armada a nuestro compañero para colocarle algo improrrogable, y, desde luego, todas las veces que nos reunimos fuera de las reuniones: en el pasillo, en la máquina del café y a veces hasta en el aparcamiento.
Si a cualquier ciudadano de país supuestamente desarrollado le dijeran que dispone de ocho horas libres al día lo negaría sin dudarlo. Nadie tiene esa sensación hoy día. Todo el mundo está atragantado, atosigado, colapsado por el espíritu de la oficina, que llena todos y cada uno de los minutos disponibles de nuestra vida consciente.
Imaginemos lo que podríamos hacer con ocho horas al día, de lunes a viernes. Seis, si se quiere restar un generoso tiempo para las comidas. Sin contar con los fines de semana dispondríamos de treinta horas semanales y, en aproximado cálculo, de más de mil horas al año. Eso es, sobre el papel, casi lo que se ha de dedicar para cursar un grado universitario. Así que cada cuatro años podríamos obtener uno y, en una vida laboral completa, casi diez. Y daría igual que redujéramos el número de horas disponibles a la mitad para contabilizar transportes, desempeños domésticos o tiempo de calidad con nuestros menores o mayores, según casos, porque aún nos restaría la considerable cifra de cinco grados universitarios.
Abruma pensarlo así. Aunque quizá abruma más pensar cómo sería nuestra vida si cortáramos de raíz el vínculo ya casi umbilical con el espíritu de la oficina y dedicáramos esas mil quinientas horas, más las de los fines de semana y las de las vacaciones, a pasear, a descansar, a leer y a cultivarnos como seres humanos.
Cómo sería nuestra vida si nos llenáramos de conversaciones diversas e intensas, vitales y desmesuradas. Si dedicáramos más tiempo a abrazarnos más, a tener más tiempo para aquellos a los que queremos. Si ocuparan más tiempo en nuestra vida la meditación, la inspiración y nuestra ya muy maltrecha vida espiritual.
Cómo sería nuestra vida si, armados con bala de plata o con estaca de abedul, decidiéramos, de una vez por todas, arrancarnos de raíz ese espíritu de la oficina que tanto desasosiego nos causa, que tanto nos hace envejecer y que nos tapa los ojos mientras, camino de la tumba, nos hace olvidar todo lo que nos estamos perdiendo.