Es sorprendente la nostalgia que desprenden los fragmentos de cinta adhesiva o de pegamento, incluso los clavos, que antaño sostuvieron carteles que se consideraban importantes. Están por todas partes: en hospitales, en administraciones públicas, en colegios, institutos y universidades, en comercios y también en estaciones de tren y en vagones de metro. Algunos están muy […]
Dirigentes Digital
| 27 dic 2022
Es sorprendente la nostalgia que desprenden los fragmentos de cinta adhesiva o de pegamento, incluso los clavos, que antaño sostuvieron carteles que se consideraban importantes. Están por todas partes: en hospitales, en administraciones públicas, en colegios, institutos y universidades, en comercios y también en estaciones de tren y en vagones de metro. Algunos están muy separados, prueba evidente de que sostenían avisos de gran envergadura, y otros muy juntos, constituyendo así el rastro de mensajes acaso menos relevantes.
“Acompañen su solicitud con una fotocopia del DNI”, “dejen aquí su paraguas”, “solo se admiten pagos en efectivo”, “pulse el botón para obtener su número”, “cerramos los lunes por la tarde”, “no llamen a la puerta, la enfermera saldrá a avisarles”. Y por supuesto el cada vez menos universal “no se admiten mascotas”, el obvio “esperen su turno” y el que nadie espera tener que obedecer: “en caso de emergencia rompa el cristal”. Muchos de esos carteles tuvieron sentido durante una época y luego se retiraron. Porque se habilitó el pago con tarjeta de crédito, porque se amplió el horario de atención o porque algún jefe decidió que los perritos tampoco molestaban tanto. Las cosas que en un momento son muy importantes dejan de serlo, o bien ceden el paso a otras que lo son más. Como en la vida.
A todos, sin apenas notarlo, se nos han ido cayendo carteles que han sido sustituidos por otros. Quizá en un momento nuestro cartel rezaba “no hagas caso a tus padres” y ahora dice “gana más dinero”. O bien antes ponía “disfruta de la vida” y ahora pone “la vida se te escapa”. O bien decía “bebe para olvidarle” y ahora dice “tu madre te necesita”.
Sin embargo, como en las paredes de los supermercados y en las puertas de los ambulatorios, aún llevamos encima algo de pegamento o el diminuto agujero del que antes colgaba otro cartel. Porque las personas rara vez olvidamos. A lo largo de la vida nos vamos cubriendo de pieles que sostienen nuevos carteles, pero las capas anteriores siguen ahí.
La gran pregunta no es qué carteles han sido los que hemos llevado años atrás, ni cuáles llevamos ahora, ni siquiera de qué tipo serán los que vendrán. La pregunta más importante es quién los coloca sobre nosotros. Que es lo mismo que preguntarse a qué voces obedecemos. Si a las de la proverbial sociedad, ese ente tan indeterminado como omnipresente, a las de los padres que nos criaron, a la legión de críticos internos que todos llevamos dentro, a las de nuestros mejores amigos (incluso a esos que nos hacen más daño que bien), o tal vez a las que emergen de lo que en realidad somos.
Una verdad evidente sobre los carteles es que son de quita y pon. Los nuestros, los que llevamos colgados, ya sea para darnos órdenes o para definirnos, también. Sería sugerente pensar cuáles llevamos ahora, en este mismo instante. Qué nos define, o qué guía nuestra vida. Sería fácil contestar con nuestra profesión o con nuestro rol familiar: “ejecutivo de cuentas”, “ayudante de dirección”, “hermano de”, “madre de”. Pero en realidad la labor más importante consiste en superar esas obviedades para llegar a algo más profundo y más auténtico.
Pensémoslo de nuevo. ¿Qué dicen esos carteles? Quizá dicen “harto de mi jefe” o “sin rumbo por la vida”. O acaso “obsesionada por el control” o “miedoso”. Pueden también decir “en paz”, “feliz” o “apasionada”. Sea como sea, lo importante es hacerse estas preguntas de vez en cuando. Porque si no serán otros quienes nos pongan o impongan sus propios carteles. Haciéndonos circular por la vida en direcciones predefinidas o interesadas.
Sería posible incluso que hubiera quien, en un acto de suprema rebeldía, decidiera prescindir de toda su cartelería, tanto propia como externa. Y se descubriera cada día, preguntándose en cada despertar quién quiere ser hoy, a qué juego quiere jugar, qué aventuras quiere experimentar. Y vivir así la vida como un gigantesco juego de exploración. Pocas personas encontraremos de esas. Porque los carteles, como todos sabemos, se inventaron para crear orden en el caos. Y la mayoría de las personas huimos de lo caótico como dicen que huyen los gatos del agua. Así que puede que esos carteles, en el fondo, nos den seguridad. Y por eso puede también que, tal vez, prefiramos que otros nos bauticen con su cartel en lugar de luchar por lucir el nuestro propio.