“Lo que medimos afecta a lo que hacemos”, así lo indicaba acertadamente el economista y premio Nobel J. Stiglitz, de ahí que para empezar a hacerlo bien debamos, no sólo saber qué medir, sino ser capaces de medirlo.
Esto lo hemos visto claro con el éxito actual de la inversión sostenible, y no tanto por su aspecto más ético, como por el pragmatismo que hoy supone integrar parámetros medibles de tipo ambiental, social y de buen gobierno (ASG) en el análisis financiero. Cada vez resulta más impensable no atender a su influencia en la selección de carteras de inversión. Hoy, la terna formada por el beneficio económico, la diversificación del riesgo y la consideración del impacto de nuestro capital es parte integrante del deber fiduciario o digamos de las buenas prácticas de quien gestiona nuestro dinero.
Hemos tenido que aproximarnos a situaciones límite y ser conscientes de cómo empleamos recursos a una media de 1,75 veces la capacidad regenerativa de nuestro planeta según Global Footprint Network, para plantearnos seriamente que algo falla. Parece que sólo separándonos de la economía lineal que tan bien nos ha servido, y redefiniendo el crecimiento, lograremos un desarrollo sostenible común que mantenga nuestro nivel de vida y consiga extenderlo a países que serán la nueva locomotora mundial.
Este retorno a un pensamiento donde lo económico no sea independiente de lo físico, lo material o lo natural, va tomando forma. Dentro de un concepto amplio de sostenibilidad existe la posibilidad de sustitución entre capital económico y capital natural, legitimando así la extensión del campo de las actividades mercantiles.
A día de hoy, las cuentas o resultados de empresas y países siguen centradas en el valor económico de la producción, siendo un debate abierto la necesidad de añadir a la medida económica del desarrollo, la valoración de aspectos sociales y ambientales. Esta nueva valoración, sin precios ni unidades establecidas en un mercado, es una tarea compleja conceptual y funcionalmente, incluso desde su enfoque. En este acercamiento a la medida del desarrollo sostenible, el capital humano, social y natural es considerado de forma independiente, empleando en su medida indicadores, bien monetizados, bien en unidades físicas, para su comparación en magnitud y desarrollo. Sin embargo, para una mejor comprensión, como un sistema, se integraría el análisis de los diferentes tipos de capital sin olvidar sus interacciones, entendiendo mejor el camino hacia la sostenibilidad y la capacidad de resiliencia de nuestros ecosistemas.
El principal problema es su medida. No somos capaces en este momento de acordar el precio de ciertos activos ambientales al no existir este en el mercado o ser inadecuado, esto ocurriría con la mayoría de bienes comunes, como el aire.
Y esta situación ¿cómo le afecta al inversor? Es sencillo. Como escribe sobre el impacto de los inversores en el largo plazo Jan Anton van Zanten de Robeco, si los sistemas de cuentas no recompensan (o penalizan) a las empresas por estos beneficios (o daños) ambientales, los inversores no estarán adecuadamente informados sobre el verdadero potencial en la creación de valor de la compañía.
Además, la no inclusión de estas externalidades complica el empleo de los precios como verdadero instrumento de referencia. Esta distorsión impide confiar muchas veces en la utilidad de los precios, falseando sus estimaciones o, por ejemplo, inutilizándolos como aviso ante una escasez de materias primas.
Si algo conoce el mundo de la empresa es que lo que no se pueda medir y monetizar, complica sus posibilidades de éxito. La sostenibilidad y la economía circular se ven retrasadas por unos inconvenientes que ocultan su necesidad, de ahí la urgencia de una medición correcta. Aún así, la sostenibilidad y la economía circular están funcionando a nivel empresa porque persiguen la eficiencia, las buenas prácticas, el avance de la tecnología, el apoyo en la naturaleza y el uso racional de los recursos, mejoras que se reflejan en la economía de las compañías.
No vamos por mal camino, al quedar zanjada en estos últimos años la discusión sobre la rentabilidad de la inversión sostenible al demostrarse; según Morningstar en 2018 el 63% de los fondos sostenibles batieron en rentabilidad a los de su categoría, y el índice MSCI ISR, el más exigente en cuanto a criterios ASG, obtuvo mejores resultados que el índice de referencia a uno, tres y cinco años. Tendencias que se ven apoyadas, como suponíamos, por un mejor comportamiento en tiempos de crisis como el que estamos viviendo (Bofa Merril Lynch, 2020).
Que la inversión sostenible sea rentable significa su éxito y el de las empresas que observan la sostenibilidad en su estrategia, en sus procesos, y en sus productos. De ahí que, en 2019, el 90% de las empresas del S&P publicaran un informe de sostenibilidad o de responsabilidad corporativa, algo que reconoce el mercado, cotizando con prima.
Aunque queden cosas por resolver, claramente el camino es acertado, pero no nos rezaguemos porque el tiempo corre, continuemos midiendo para mejorar, todos.
2021-06-28 10:32:04