Resulta extraño que haya quien se impresiona por la facilidad que tienen los niños para manejar una tablet pero no se asombra de lo rápido que aprenden a hablar. Tan insólito como que haya a quien impacta más la fascinación de los niños por la tecnología que el embrujo que les producen las personas. Es […]
Dirigentes Digital
| 07 dic 2016
Resulta extraño que haya quien se impresiona por la facilidad que tienen los niños para manejar una tablet pero no se asombra de lo rápido que aprenden a hablar. Tan insólito como que haya a quien impacta más la fascinación de los niños por la tecnología que el embrujo que les producen las personas. Es verdad que un niño puede pasar horas jugando con un videojuego, pero también hace décadas podía hacerlo con un trompo y nadie escribía titulares sobre ello. Hoy, los oráculos pregonan en cada esquina la supremacía de la informática para educar, los adictos no tienen reparos en sumergir en tecnología hasta las pestañas a sus hijos, y algunas empresas sin escrúpulos no ven en los niños sino clientes digitales. Por eso acaso deberíamos recordarnos que no existen estudios longitudinales definitivos sobre el uso de la tecnología en la educación, por el mero y simple hecho de que esta cambia constantemente. Así pues, en la cada vez más desbocada carrera impulsada por la fascinación que inocula la digitalización, tal vez deberíamos detenernos un segundo, y plantearnos luchar por apartar a los niños de intereses puramente comerciales y de las peregrinas ambiciones de quienes sienten más atracción por las máquinas que por las personas. Nadie duda de la potencial bondad de la tecnología en el aprendizaje, ni de la nueva ni de ninguna otra. Sin embargo, un asunto muy diferente es cuál es la influencia de la digitalización en la infancia y la adolescencia. Entre otras cosas porque el término tecnología no es necesariamente sinónimo de educación, como información no lo es de saber. En realidad, ni los niños son nativos digitales ni los adultos son inmigrantes digitales. Para todos ellos hubo un primer momento en el que la tecnología apareció en sus vidas, de la misma manera en que el cine y el teléfono también lo hicieron en otras épocas. Pero nunca nadie ha utilizado estos hechos para trazar una línea que separe de manera irreconciliable a unas generaciones de otras. Son incontables las ocasiones en que los mismos niños y adolescentes que han nacido en la era digital, y a los que no se sabe quién ha investido de una comprensión suprema de la tecnología, muestran un raquítico conocimiento sobre sus principios y una rotunda falta de capacidad crítica sobre sus contenidos y riesgos, evidenciando ese fenómeno que ya se empieza a llamar la falacia de los nativos digitales. Décadas de investigación sobre la inteligencia parecen demostrar que las nuevas generaciones son más inteligentes, pero no necesariamente más sabias. La inteligencia que se basa en procesos psicológicos básicos, que tienen que ver de manera directa con fenómenos neuronales, es obviamente mayor en las primeras etapas de la vida. Así se explica la naturalidad con la que los niños se relacionan con la tecnología, así como la vertiginosa capacidad con la que aprenden cualquier otra cosa. Pero la sabiduría, lo que queda cuando se ha olvidado todo, sigue, y seguirá siendo siempre, patrimonio de los que, inmigrantes digitales o no, han caminado muchos senderos, se han equivocado muchas veces, y han comenzado a comprender al fin qué es la vida y cuál es el sentido de la existencia. Alguien sabio dijo que ningún mundo merece la pena si los niños no están a salvo. Es cierto que el hecho digital constituye una disrupción sin precedentes. Precisamente por ello deberíamos contemplarlo con juicio crítico, manipularlo con solvencia científica, y posicionarnos siempre a favor de lo más valioso que tiene cualquier sociedad, que son sus generaciones más jóvenes. Jesús Alcoba, director de La Salle International Graduate School of Business.