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Obras que desvelan infinitos

Hay escritos que son pórticos hacia otros universos. Sorprenden, cautivan, conmocionan. Hay pocas cosas que nos dejen tan perplejos como leer una visión de la realidad que está tan alejada de la nuestra que parece traspuesta, como un calcetín del revés. Sobre todo si, en apariencia, parte de los mismos supuestos, o si se alimenta […]

Dirigentes Digital

23 ago 2023

Hay escritos que son pórticos hacia otros universos. Sorprenden, cautivan, conmocionan. Hay pocas cosas que nos dejen tan perplejos como leer una visión de la realidad que está tan alejada de la nuestra que parece traspuesta, como un calcetín del revés. Sobre todo si, en apariencia, parte de los mismos supuestos, o si se alimenta del mismo sustrato que la nuestra. Bien porque usa las mismas palabras, porque encadena las frases en melodías que nos suenan conocidas, porque parece que nos habla a nosotros o, sobre todo, porque explica las mismas cosas que nosotros mismos nos intentamos explicar. Pero de otro modo. De ese modo fascinante en el que un ángulo inadvertido resulta iluminado.

A la luz de ese tipo de obras las concatenaciones y relaciones parecen evidentes, si bien hasta hace solo unos minutos eran invisibles. Descubrimos otra naturaleza en las cosas, otro propósito en las acciones. Incluso las personas y los hechos históricos parecen mirar y mirarse de otro modo. Con otros motivos, con otros desenvolvimientos internos.

No tienen por qué ser ensayos. Pueden ser novelas y por supuesto pueden ser poemas. E incluso noticias leídas en un periódico. Lo que comparten no es su género, ni siquiera la manera en que están elaborados. Lo que les une es la verdad que desvelan. La mirada que subyace a ellos. Lo que los asemeja es que nos dejan sin aliento, preguntándonos por qué motivo, hasta ese momento, no habíamos ni siquiera reparado en lo que ahora parece tan brillante y evidente.

Esos escritos son vías hacia el infinito porque si de repente descubrimos que, al lado de nuestra estancia, o encima de ella, hay otra, es esperable que haya otra más a continuación. Y luego otra. Y otra. Y así hasta el confín de lo inimaginable. La realidad subjetiva es tan diversa y las mentes tan numerosas que en cada una hay una interpretación. Y son suficientes como para que haya un número inmanejable de cosmovisiones capaces de dejarnos con la boca abierta.

Se reconoce enseguida cuándo una obra es una puerta a otro universo porque provoca un estremecimiento al que sigue el ansia de poseerla. De hincárnosla en las venas del cerebro para asegurarnos de que es nuestra, de que a partir de ese momento va a formar parte de nuestro flujo de conciencia. De que va a remover los cimientos de lo que somos para hacernos mejores, más fuertes, más sabios, más felices. Y así es que nos lanzamos a copiar o a subrayar, a memorizar o a contar a otros a borbotones lo que hemos descubierto, como un ciego que recupera la vista. Y, al contrario, olvidar una de esas joyas se nos antoja una calamidad. Al igual que si fuera un globo escapando de la mano de un niño en una feria.

Sin embargo, para que los escritos que abren puertas sean de verdad asombrosos han de ser descubiertos. Es sin duda nutritivo que otras personas nos sugieran lecturas, pero en las recomendaciones siempre habitan las semillas de una guía. Como cuando alguien nos da un consejo, que en general lo hace apellidándolo, rodeándolo de una pátina que tiene que ver con lo que nos resulta cercano. Es decir, con nuestro propio universo. Es raro llegar de esa manera a percibir el infinito, porque vamos de la mano hacia una estancia repleta de aromas familiares.

Los textos que desvelan universos son esos con los que tropezamos, de manera buscada o no, pero que siempre provocan un volteo de los ojos, un cambio en la mirada. Son los que nos suenan extraños, como si alguien estuviera hablando un nuevo idioma utilizando nuestras mismas palabras. Pero con ese atractivo que siempre acompaña a la rareza, el mismo que sentimos al pasear una calle extranjera o al degustar un plato forastero.

Por eso la mejor manera de asomarse a lo impredecible es buscar. Hacer un acto genuino de abandono de uno mismo y lanzarse a abrazar aquello que nos resulte más extemporáneo. Descubrir el infinito en una obra encontrada es la recompensa de los valientes, de los buscadores de sensaciones para el alma, de los que desafían las fronteras de sus desconocimientos. Una gracia que ensancha los límites de nuestros dominios, esos tras los cuales nos sentimos tan protegidos.

Pero para ello hay que huir de los más célebres, de los más recomendados, de los que acumulan más estrellas, de los que están en boca de todos. Y encontrar una obra que suene a cala desconocida y desatendida. Pequeña, pero con el mar bravo y la arena cruda. Ese tipo de lugares a donde uno quiere llegar desnudo, porque siente que no podría llegar de otra manera.

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