Ya lo dijimos en nuestro editorial de la revista Dirigentes de julio de 2005, "Europa está enferma". Así se titulaba la carta del editor de hace diez años, donde este medio ya anticipaba lo que ahora está pasando: el mal se ha instalado en Europa, haciendo de la Unión un cuerpo enfermo, que requiere urgentemente la aplicación de la medicina adecuada para evitar su defunción.
Europa padece, en sus fundamentos, una crisis de identidad, con una clara desconfianza de la mayoría de europeos en sus dirigentes políticos y cuyas consecuencias más recientes ha sido la exacerbación de la izquierda más radical en países como Grecia, Portugal y España.
Todo esto ocurre por dos razones: por una parte, por la pusilanimidad, cobardía, dejación y por oscuros e inconfesables intereses de lobbies, partidos políticos o ideologías contrarias al bien común en favor del poder interesado de personas o grupos ebrios de poder, manipulación y avaricia desmesurada.
Y, en segundo lugar, por la pasividad de los gobernantes políticos ante los problemas reales de la economía y la sociedad, que hacen que su paso por la política parece tener sólo un objetivo: llenarse los bolsillos. Y la gente ya está harta de tanta pantomima y de ser los mismos paganos de siempre.
A nadie le gusta que el destino de sus impuestos, en lugar de destinarse a la mejora de los servicios sociales que deben prestar las instituciones, quede en el bolsillo de sus gobernantes. Como ejemplos podríamos poner cientos, si no miles, que han tenido lugar en España. Uno de los últimos ha sido en Cataluña, que debe cientos de millones de euros a las farmacias, y mientras los ciudadanos tienen que soportar el coste de los medicamentos.
Tal como avanzábamos hace una década, Europa ha vuelto la espalda a su pasado histórico, no se reconoce a sí misma. Los europeos no reconocen capacidad suficiente en sus actuales líderes, al tratar de imponerles dictatorialmente una ideología con la que no están de acuerdo.
Los políticos que gobiernan, que manejan a su antojo la Unión Europea y alguno de los países que la componen, se han revestido de un totalitarismo repelente, propio de épocas y situaciones ya superadas.
Y todo ello, con unos países cuyas cuentas siguen demostrando que la crisis no ha terminado, ni mucho menos. Una baja productividad, baja demanda interna y presupuestos que no se cumplen con tres premisas básicas que unen a casi todos los países de la UE. ¿Y los gobernantes, qué hacen? No saben, no contestan. Y, mientras tanto, pierden el tiempo en negociaciones banales echándose la culpa los unos a los otros de los grandes problemas de Europa, pero nadie da la cara ante los ciudadanos. Es urgente instaurar unas políticas económicas que se cumplan a rajatabla y una lección de moralidad que debe ser aprendida al dedillo por cada uno de nuestros representantes públicos. Lo contrario es condenar a Europa a una muerte lenta y sin marcha atrás.
hemeroteca