Todas las prisas que llevábamos para llegar con antelación suficiente al vuelo desaparecieron. Y quedamos en estado de shock. Ya había confirmados once muertos. Por media hora no nos pillaron las explosiones en el aeropuerto de Bruselas. La hora siguiente la dedicamos a mirar alternativas para salir de Bélgica, pero los aeropuertos ya no nos parecían seguros y los trenes, tampoco.
Pensábamos incluso en la posibilidad de alquilar un coche, pero justo después de que casi haber decidido conducir 1.500 kilómetros se suceden las noticias de explosiones en el metro de la ciudad. Concretamente en la estación de metro de Maalbeek, muy cerca de donde se encuentran las instituciones europeas. Según pasaban los minutos, íbamos siendo conscientes de la gravedad de la situación.
Lo mejor es no salir de casa; ésa es la decisión familiar. Una decisión que no es nueva para nosotros porque no es la primera vez que vivimos un estado de alerta máxima, de nivel cuatro, que provoca la muerte de la ciudad. Todo está cerrado, por motivos de seguridad, y Bruselas, queda totalmente paralizada. Y nosotros, nerviosos pero aliviados de estar juntos y poder decir a nuestros familiares y amigos que nos encontramos bien.
Pero el estado de desconcierto sigue presente por pensar en las familias que ahora no pueden localizar a sus seres queridos, y que podrían ser sin duda las nuestras. Nunca antes habíamos estado tan cerca de vivir el terror que se quiere sembrar en las capitales europeas.
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