¿Cuántos diálogos sobre temas importantes se mantienen sin que se haya pensado a conciencia lo que se va a decir? ¿Cuántos procesos de venta se llevan a cabo sin haber construido un buen argumentario? ¿Cuántas veces ocurre que alguien, tras una conversación, se da cuenta de que no ha dicho lo que realmente quería decir? […]
Dirigentes Digital
| 03 may 2018
¿Cuántos diálogos sobre temas importantes se mantienen sin que se haya pensado a conciencia lo que se va a decir? ¿Cuántos procesos de venta se llevan a cabo sin haber construido un buen argumentario? ¿Cuántas veces ocurre que alguien, tras una conversación, se da cuenta de que no ha dicho lo que realmente quería decir? Muchos de nuestros actos comunicativos están construidos sobre un supuesto erróneo, que es la sensación presentida de que nuestras palabras reflejan fielmente la realidad. Nada más lejos de ser cierto.
Nuestra experiencia de lo que nos ocurre es un asunto y el relato que usamos para hablar de ello es otro. Hay mil títulos posibles para una película o un libro, como hay mil maneras de contar un mismo hecho. Y el problema es que, en la mayoría de los casos, nos quedamos con la primera que se nos ocurre, que suele ser la más obvia y, en ocasiones, la menos funcional.
En 2009 el proyecto Significant Objects demostró que algo tan simple como la manera en que describimos un objeto puede incrementar drásticamente su valor. Lo que hicieron fue adquirir objetos muy baratos de segunda mano. Y a continuación pidieron a escritores que redactaran una breve historia sobre cada uno de ellos. Lo que observaron fue impresionante: los objetos podían llegar a incrementar su valor en un 2.700% cuando eran acompañados de un relato interesante. Así, una pequeña caja de alfileres, comprada por un dólar, se vendió por 16,50; un pimentero de latón cuyo valor inicial era de 99 centavos fue adquirido por 28 dólares y un souvenir de Irlanda, de gusto cuando menos dudoso, incrementó su precio de un dólar a nada menos que 41.
En la mayoría de los actos comunicativos de la vida, lo verdaderamente relevante no es el objeto, o la situación, o eso que nos empeñamos en llamar realidad: lo más importante es cómo construimos el relato en torno a ella. Por ejemplo, muchas personas se presentan diciendo su nombre y su profesión, al igual que la mayoría de las presentaciones de empresa se elaboran mencionando su año de creación, su facturación o su número de empleados. De igual manera, cuando presentamos un producto, sea una batidora, un colegio o un automóvil, insistimos en destacar sus características técnicas, tal vez porque pensamos que son objetivas. Pero en realidad, en la mayoría de las ocasiones, ninguno de esos datos resulta atractivo para el interlocutor: lo que quiere saber un profesional de otro es qué le diferencia del resto, lo que queremos saber de una empresa es cuál es su verdadera misión en el mundo y, por supuesto, lo que queremos saber de un producto o servicio es cómo pueden cambiar nuestra vida. Saber que alguien es abogado laboralista, que tal compañía tiene ciento cincuenta empleados o que un coche tiene un determinado par motor son datos que, en sí mismos, no interesan a casi nadie.
Contar quiénes somos y lo que hacemos y, desde luego, presentar los productos o servicios que ofrecemos es un arte. Una tarea que puede seducir, cautivar y emocionar o que, por el contrario, puede aburrir hasta lo inimaginable. Por eso, en cualquier acto de comunicación, pensar detenidamente cuál es el efecto que queremos lograr, orientar la estructura del relato a ese objetivo, y escoger con sumo cuidado las palabras que vamos a utilizar, son claves que separan el fracaso del éxito.
Jesús Alcoba Director La Salle International Graduate School of Business