Podemos ha dejado de ser una amenaza para el bipartidismo, o "una panda de frikis que planea por Madrid" como dijo el gurú del PP, Pedro Arriola, en convertirse en una alternativa real para la ciudadanía. Las encuestas se suceden y dan posibilidades a la formación liderada por Pablo Iglesias de ganar en unas elecciones generales. La lectura mayoritaria es que los casos corrupción que han saltado en los últimos meses han aupado al partido de nueva creación.
El empuje de Podemos no frena pese a los presuntos escándalos aireados últimamente en la prensa: la beca de Iñigo Errejón, chanchullos en la productora de Iglesias o adjudicaciones sospechosas facilitadas por su compañera mientras era concejal de IU en el municipio madrileño de Rivas VaciaMadrid. Tanto PP como PSOE no están aprovechando los primeros signos de debilidad del movimiento. No están en disposición de hacerlo. Las acusaciones anteriores se quedan a la altura del betún comparadas con los casos Gürtel (que ha provocado la dimisión de la ministra de Sanidad, Ana Mato), Púnica, o los EREs, por poner algunos ejemplos. Ambos partidos están dejando pasar la oportunidad de depurarse y de hacer una limpia interior. No será por falta de tiempo. Han tenido más de cuatro año para posicionarse políticamente contra la corrupción. Dimisiones, ceses, expulsiones y mano dura contra los corruptos. Es lo que esperaban los ciudadanos, y no esperar que el avance de los procesos judiciales vaya erosionando la confianza de sus votantes.
Ahora cuando la nueva formación navega en la indefinición, sin un programa que ponga negro sobre blanco cuáles son sus propuestas si llegan al poder, el espacio político está vacío por parte del PP y PSOE. Durante estos meses Podemos lo ha ocupado diagnosticando los problemas económicos y políticos con su discurso de la casta, pero se agota a falta de medidas concretas. Mientras los partidos que se han turnado en el poder desde el comienzo de la democracia están enfrascados en enfrentamientos internos y en una escapada hacia adelante para no terminar hundidos en el fango de la corrupción.
Apenas son incapaces de articular un discurso coherente con sus actos que cautive mínimamente al electorado y caen permanentemente en los mismos errores que han provocado un sentimiento generalizado de desconfianza. El paradigma es el de la presidenta de PP de Madrid, Esperanza Aguirre. El partido tolera, más o menos, que sea un verso libre. Ya llevan peor que sea el azote del Gobierno siendo de la casa cuando intenta convertirse en la figura ejemplarizante. Pone en marcha una especie de reality show para elegir candidatos a alcaldes en la Comunidad Madrid en contra de la dirección y por detrás vuelve a contratar a Beltrán Gutiérrez después de ser salpicado por las tarjetas opacas de Caja Madrid y fulminado por Ana Botella como asesor municipal. La secretaria del PP, María Dolores de Cospedal, le pide explicaciones a la lideresa de Madrid por televisión y la maquinaria del partido intenta sortear nuevos charcos por actos inexplicables. Lo de Gutiérrez es como si cualquiera de los barones del PP hubiera contratado a Bárcenas después del despido en diferido.
En el PSOE, la cosa no está mejor. El nuevo secretario, Pedro Sánchez, busca recuperar el terreno perdido de la mayor debacle electoral a costa de hacer borrón y cuenta de las personas que dirigieron el partido. Después de haber votado a favor y defender públicamente la reforma constitucional sobre estabilidad presupuestaria, ahora dice que fue un error. Y lo dice después de que en las primarias donde fue elegido no dijera nada al respecto. Eduardo Madina por lo menos reconocía que había sido un error y José Antonio Pérez Tapias directamente abogaba por derogar las modificaciones del artículo 135.
