Por Jesús Alcoba, director creativo en La Salle Campus Madrid
Jesús Alcoba
| 18 nov 2024
Todos hemos sentido alguna vez ese momento de vacío, ese pequeño vértigo antes de pulsar el botón de enviar. Hemos leído y releído veces y veces nuestro texto, intentando ver si nos encontramos en esas líneas y, por encima de ello, si todo es correcto.
Si es correcto y, además, si no importunará, ofenderá, alterará el precario orden de nuestra siempre incierta vida. Si es un “Buenas”, o un “Buenos días” o un “Hola”, o un “Hola!”, o un “¡Hola!” Y si son “Saludos”, o solo es “Un saludo”, o “Un abrazo”, o “Un abrazo fuerte” o “Un fuerte abrazo”. Lorca enviaba “Abrazos incalculables”.
Ponderamos nuestros párrafos para ver si son demasiados o demasiado intrincados, si nuestro lector se cansará ya en la introducción, si llegará al meollo, si lo ganaremos para nuestra causa. Intentamos que no haya muchas encomiendas, para no sobrecargar, pero sí las que son necesarias, al menos las imprescindibles.
Cambiamos “pero” por “aunque”, “objetivo” por “reto”, “hay que hacer” por “habría que hacer”, “es necesario” por “tal vez sería necesario” y, en general, ocultamos nuestras verdaderas intenciones tras una almohada de blanduras y delicadezas.
Porque el email, una vez que se pulsa el botón de enviar, es decisivo. Es rotundo, firme, concluyente. Irrevocable. Ya no se puede enmendar salvo en sucesivas misivas. Es verdad que algunos sistemas permiten su recuperación posterior, pero eso lo único que hace es postergar la angustia de hacer el envío definitivo, sobre todo si su contenido es fulminante.
En ocasiones lo dejamos reposar de una hora a otra, de un día para otro. O lo enviamos a un compañero, a varios de ellos, incluso a algún amigo o familiar. “Oye, ¿qué te parece esto?, ¿tú cómo lo dirías?”. La construcción colectiva de emails se está convirtiendo en un signo de nuestro tiempo, dado que hoy abundan los vientos que braman y erosionan las flores de nuestra piel, dejándola emberrinchada y en carne viva.
Es verdad que aquellas antiguas cartas de sobre y sello también eran irrevocables, pero al no existir la posibilidad de editarlas (salvo escribiéndolas de nuevo), el destinatario hacía mayor uso del principio de caridad. Es decir, escoger la mejor interpretación posible de un mensaje. No cargar al otro con malas intenciones, ni suponer de antemano que obra en nuestro perjuicio (una manera de hacer que, por cierto, campa por sus respetos a lo largo y a lo ancho de nuestras comunicaciones cotidianas, sobre todo de las asíncronas).
Pero hoy día, si recibimos una palabra que nos altera o que nos ofende, concluimos demasiado rápido que quien lo ha enviado lo ha hecho con toda la intención, pues ha tenido, al igual que nosotros, todo el tiempo del mundo para enmendarla.
“Mira lo que ha puesto”, nos decimos. “Es que además ha dicho esto”, nos repetimos. “Fíjate en que, sin embargo, de esto no dice nada”, concluimos, clavando la última tacha. Hoy ya no leemos, sino que valoramos, enjuiciamos, sentenciamos. Y detrás de eso, reenviamos. Y apostillamos. Y ejecutamos.
Y no es que el contenido de un email no se pueda subsanar, es que lo dicho queda dicho. Y quedará dicho hasta la eternidad, porque antes los papeles se perdían, se deterioraban, se humedecían y se pudrían. Pero hoy tenemos buscadores infalibles que, como tiburón buscando presa, se zambullen en el infinito de nuestro buzón para volver a la superficie con aquel email ofensivo prendido del colmillo. Aquel email que es hoy prueba irrefutable de lo que defendemos, incluso en salas de juicio, frente a abogados y jueces que no tienen nada de virtual.
Por eso contenemos el aliento, por eso dudamos al pulsar el botón, por eso releemos una y otra vez lo ya validado. Restándonos espontaneidad, frescura, inmediatez y hasta cercanía. Que son, precisamente, las cualidades de toda comunicación verdaderamente humana.