Hoy día ya no nos contamos nuestros viajes. Hubo un tiempo en el que transcurríamos entre andenes y cumbres, o entre museos y playas, e íbamos salvaguardando todo aquello en nuestra memoria. Ni siquiera podíamos confiar en las fotografías inmediatas porque, en aquel entonces, lo positivo que vivíamos se quedaba dentro de un negativo y […]
Dirigentes Digital
| 20 oct 2023
Hoy día ya no nos contamos nuestros viajes. Hubo un tiempo en el que transcurríamos entre andenes y cumbres, o entre museos y playas, e íbamos salvaguardando todo aquello en nuestra memoria. Ni siquiera podíamos confiar en las fotografías inmediatas porque, en aquel entonces, lo positivo que vivíamos se quedaba dentro de un negativo y había que esperar al revelado. Y por eso nuestras expectativas, nuestros momentos de trance y también nuestras dificultades, los sabores del camino y los sinsabores de recorrerlo, quedaban rebotando por entre los recovecos de nuestra memoria, trazando un primer borrador de nuestras vivencias.
Regresar se convertía entonces en un retazo de biografía casi improvisada cuando, frente a nuestros amigos o familia, y ya con las imágenes reveladas, teníamos que partir de ese borrador y escoger, casi al instante, lo que queríamos pasar rápido, lo que reservábamos para después y lo que preferíamos omitir. Improvisada porque nadie viajaba con el objetivo de crear un relato. Viajaba, y punto. Y luego ya, a la llegada, se desenvolvía la historia. Acaso por eso decían que ningún viaje terminaba hasta que se había contado.
Pero hoy ya nadie cuenta nada. Tampoco almacenamos nada en nuestra memoria, porque todo lo vamos registrando en el mero segundo en el que ocurre: los paisajes, las gentes, los tránsitos, las sorpresas. Cada uno de ellos en un formato diferente, dependiendo de su destinatario. Porque, esto es un signo de los tiempos, casi todo lo que capturamos tiene una finalidad. Compartir con este, recomendar a aquel, hacer morir de envidia al de más allá. Y son esos otros, paradójicamente, quienes poco a poco van elaborando el relato de nuestro viaje. Nosotros no lo hacemos en el durante, pero tampoco en el después. Porque al llegar ya está todo enviado, que no es lo mismo que contado. Por eso no nos apropiamos de nuestros viajes, no los poseemos de verdad.
Así que nuestros regresos han perdido fuelle. Nadie quiere mostrar algo que ha mostrado ya, y tampoco nadie quiere regresar al pasado a rescatar un fragmento de vida que le fue notificado cuando fue presente. Y por eso son los otros, nuestros otros, los que quizá, hablando a terceros, vayan reconstruyendo lo que nos va pasando y elaborando la narración. Quizá tenga sentido preguntarse cómo es eso de viajar para que lo cuente otro.
No deja de ser extraña esa sensación, la de regresar al hogar, o a la oficina, tras haber volcado nuestras vivencias en fotos, audios y llamadas, a veces hasta el umbral mismo de la puerta, y no tener ya nada que contar. El “¿qué tal te ha ido?”, hasta hace bien poco punto de partida de atropellados acontecidos, anécdotas y rocambolescas historias, se vuelve innecesario, fútil y hasta incongruente.
Y así nuestras vidas, que antes mostraban vacíos que se rellenaban a posteriori con fotografías reveladas y relatos, hoy se extienden sin solución de continuidad, sin ausencias, sin reencuentros incendiados de palabras, sin misterio.
Lo cual nos hace preguntarnos para qué viajamos. Si en las arterias centrales de la mayoría de las ciudades se reproducen como calcos las mismas franquicias, y en las tiendas de artesanía habitan los mismos clones de clones, si no paseamos las calles y los monumentos para otra cosa que para fotografiar y exhibir, si el relato de lo vivido se vuelve tan instantáneo que al regresar no hay nada que contar, ¿cuál es el objetivo de movernos a otro país, a otra ciudad, a otra calle distinta de la nuestra?
Con la perspectiva de nuestra modernidad digital miramos como a fósiles encerrados en ámbar aquellos gabinetes de curiosidades que atesoraban maravillas exóticas, traídas de diversas partes del mundo. Hoy, esa misma palabra, exótico, carece ya de valor y casi de interés. También el Grand Tour, en otro tiempo viaje iniciático cuyo objeto era abrir los ojos a la maravilla del mundo, carecería hoy de interés, pues incluso los rincones mínimamente interesantes del planeta han sido fotografiados escrupulosamente desde todos los ángulos posibles y expuestos hasta la saciedad. Aquellos grandes viajes significaban de verdad descubrimiento. Hoy solo significarían constatación.
Quizá seguimos viajando porque un ansia poderosa nos posee. La de encontrar por fin algo insólito, inesperado. La de darnos cuenta de una verdad en la que antes no habíamos reparado. O bien algún descubrimiento que nos conmueva, que nos revolucione por dentro, que haga brotar de nosotros palabras nuevas, que nos haga regresar a la clara conciencia de que solo podemos contar de verdad lo que de verdad es nuestro.