Algunos de ellos son coaches que, como dicen que hacen los nuevos ricos, no dejan de ostentar sus nuevas adquisiciones, en este caso conceptuales. En otros casos son psicólogos, más o menos formados o más o menos frustrados. Y también hay maestros, docentes y pedagogos de toda índole, e incluso fisioterapeutas, economistas, abogados y un […]
Dirigentes Digital
| 02 oct 2018
Algunos de ellos son coaches que, como dicen que hacen los nuevos ricos, no dejan de ostentar sus nuevas adquisiciones, en este caso conceptuales. En otros casos son psicólogos, más o menos formados o más o menos frustrados. Y también hay maestros, docentes y pedagogos de toda índole, e incluso fisioterapeutas, economistas, abogados y un sinfín de tipos más. Todos ellos se autoproclaman gurús y comparten el uso indiscriminado, y muchas veces indebido, del “tienes”, “debes”, “haz” y, en fin, todo tipo de expresiones con las que acostumbran a decirnos a los demás lo que tenemos que hacer. Son los apóstoles del imperativo.
No representan una mayoría, ni respecto a sus profesiones ni respecto al resto de las personas, pero se les oye mucho. Cada vez más. Y nadie sabe de dónde viene esta inquietante y a veces impertinente costumbre de ametrallarnos desde sus posiciones en las redes sociales a base de frases redondas y rotundas, gráficas más o menos elaboradas o enlatadas e, incluso, vídeos aparentemente casuales en los que dictan los preceptos de sus particulares evangelios.
Hay de todo: desde cómo hacer una limpieza intestinal hasta cómo alcanzar la felicidad pasando, desde luego, por cómo conseguir el empleo soñado e incluso comprender el sentido de la vida. Y aunque aún no se comprenda del todo por qué se necesita limpiar un órgano que se está saneando constantemente, ni se sepa del todo qué es la felicidad y mucho menos el sentido de la vida, ellos continúan lanzando sus certeras sentencias como hacen los aspersores, indiscriminadamente, con la esperanza de que hagan blanco en alguna de esas personas que piensan que todo en la vida se puede resolver a golpe de manual.
Nadie duda de que se pueda sugerir, aconsejar o proponer. E incluso, si se está en posesión de alguna pequeña verdad (las verdades siempre son pequeñas y vienen en frascos solo medio llenos), tampoco nadie duda de que se pueda escribir con letras un poco más mayúsculas que el resto del mensaje. Pero de ahí a espetarle mandatos imperativos a todo el mundo desde un púlpito autofabricado hay un abismo.
Decía Katharine Withehorn que “se reconoce a quienes viven para otros por la expresión de angustia en la cara de esos otros”. Certero pensamiento que describe perfectamente el hartazgo que produce estar constantemente escuchando de otros lo que se supone que tendríamos que estar haciendo para conducirnos por la vida. Sobre todo, porque la vida de cada uno es de cada uno, y es imposible que una pauta, por buena que sea, produzca los mismos resultados en personas diferentes.
Nadie sabe de dónde han salido los apóstoles del imperativo. Tal vez son personas que gritan a los demás lo que les gustaría que ocurriera dentro de sí mismos. O puede que se trate simplemente de una conducta-meme, es decir, de un mecanismo de imitación, tan comunes en el ser humano. O quizá es que todo el mundo está últimamente más confuso y sea verdad que se requieren más pautas que nunca. Lo que sí parece claro es que hay muchos más tiempos verbales en el catálogo. Más amables, más interesantes y, desde luego, con muchas más probabilidades de éxito.