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Sobre el delirio de grabar valores en el ADN del empleado

Por Jesús Alcoba, director creativo en La Salle Campus Madrid

Jesús Alcoba

16 feb 2024

El mayor error que ha cometido la empresa ha sido inventar el término “recursos humanos”. Porque, desde ese momento, las personas se equipararon a los recursos materiales, a los fi nancieros o a los tecnológicos. En otras palabras: si todo son recursos, todos cuentan por igual. Si se necesita más de este tipo o del otro, no hay más que ir al mercado y comprarlo. Y si sobran pues se desechan. Quizá contribuyó a esto la idea de que, contablemente, el salario no es una inversión sino un gasto. El problema es tan grave que, en algunas organizaciones, cuando se habla de incorporar o desvincular a algún profesional, no se le llama ni siquiera empleado, sino recurso.

A partir de aquí comenzó la caída sin frenos hacia el sinsentido en el trato a las personas que hoy gobiernan la mayoría de las organizaciones. Impulsada, claro está, por una concepción fabril, y por tanto caduca, de la empresa, en la que todo se ve como una cadena de producción en la cual se accionan palancas y se pulsan botones para conseguir los resultados que se buscan.

Y como los resultados que interesan a la organización son unos y no otros, se trata de convencer, persuadir, engatusar o, aún peor, obligar a la gente a hacer lo que la empresa quiere. Tal vez el colmo de ese delirio fue la desafortunada idea de que se pueden “grabar E los valores corporativos en el ADN de los empleados”. En el ADN. Nada más y nada menos. Si se piensa que el ADN es lo que una persona recibió de sus padres y lo que la hace única, se comprenderá lo siniestro de la idea. ¿Cómo, y a través de qué retorcidos planteamientos, alguien se arroga el derecho de privar a una persona de lo que su familia le ha otorgado como ser singular, sobrescribiendo en ella la última tontuna que se le ha ocurrido a un consultor ávido de facturar horas?

Se dirá que es una metáfora, claro. Pero suena mal hasta como metáfora. Lo más valioso que tienen las personas es su unicidad y lo más precioso que poseen es su herencia en forma de semejanza a los suyos. Y ninguna empresa debería nunca ni siquiera mencionar el deseo de igualar a sus trabajadores para sus propios intereses, anulando su voluntad y convirtiéndolos así en meros peones dentro de un tablero de ajedrez.

Los valores de una organización son la clave de su identidad. Y son tan importantes que de ahí deberían emanar sus decisiones más profundas y la manera en que son útiles a la sociedad. Eso nadie lo niega. Pero en ningún momento, y bajo ningún concepto, se debería utilizar la identidad corporativa para inundar y anegar la de las personas que trabajan en la organización. En primer lugar porque, más veces que menos, lo que se obtendrá son valores postizos, que los empleados vestirán al entrar por la puerta, como quien se pone el mono de trabajo, y que se quitarán al abandonarla, en el mismo acto de fichar la salida. Pero, sobre todo, porque es injusto en sí mismo considerar que algo tan importante como los valores de una persona están a disposición del antojo del que manda.

¿Cuántas personas hemos visto alienadas y vacías al fin de su etapa laboral porque la organización era el nutriente clave de lo que eran? ¿De qué le sirve a alguien haberse grabado en su ADN el de la compañía cuando la abandona definitivamente? ¿O cuando es expulsado de ella?

Otra cosa muy distinta es que el trabajador decida incorporarse a una organización porque comparte sus valores. O que se identifique con alguno de ellos. O que, sin considerarlos prioritarios para sí mismo, esté dispuesto a defenderlos. Pero tratar de imponerlos sin más es pueril y perverso a la vez. Porque una cosa es que una persona manifieste un sentido de pertenencia respecto a una organización y otra muy distinta que realmente pertenezca a ella, es decir, que sea de su propiedad. Las personas no son recursos y portan su propia herencia, nadie debería olvidarlo nunca. Ahora que el mundo se precipita hacia no se sabe dónde, y que los iluminados afirman con tanta vehemencia como ignorancia que la inteligencia artificial, que carece de conciencia humana, lo va a resolver todo, ahora, urge una reflexión sobre los temas que afectan a la conciencia humana: urge repensar qué son el salario y la pertenencia, la identidad y el compromiso, el trabajo y la prosperidad. Nunca ha sido tan urgente.

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