Por Jesús Alcoba, director creativo en La Salle Campus Madrid
Jesús Alcoba
| 22 jul 2024
Cuando el sol se hace más presente y la temperatura sube, cuando los tirantes, las sandalias y los pantalones cortos reivindican su puesto, cuando vislumbramos a lo lejos nuestros merecidos días de vacaciones, comenzamos a hacer planes.
Elegiremos mar o montaña, o pueblo o museos, o parques de atracciones o castillos de arena. Pero siempre con un objetivo claro: eso que llamamos desconectar. O escapar. Quitarnos de la mente todo eso que tanto nos agobia en forma de preocupaciones cotidianas. Extirparnos también la prisa. La prisa y las restricciones. Comer de todo, descansar a toda hora, evadirnos, darnos la buena vida, la vida padre.
Por qué hemos construido una existencia de la cual queremos recurrentemente huir es uno de los grandes misterios de la sociedad contemporánea. Se supone que los avances de la ciencia, que los logros de la democracia, que el mero progreso, como quiera que sea y se llame, iba a regalarnos a todos una vida más avanzada. Con más tiempo libre, con más aficiones fecundas, con más momentos entre seres queridos. Sin embargo, a cada paso que damos nos encontramos más trampas y marañas, más barro en los zapatos y más complejidades inútiles. Problemas que, en muchos casos, no existen. Antojos de primer mundo. A veces hasta pataletas de niño chico, porque no tenemos lo que nos han obligado a desear hasta el ansia. Y entonces queremos escapar. Huir. Evadirnos.
La pregunta, la gran pregunta, es qué pasará si huimos de unas zarzas para caer en otras. Si sustituimos la lista de tareas en la oficina por la lista de monumentos a visitar. O si en lugar de pelearnos con el Excel de proyecto pasamos a pelearnos con el Excel del apartamentito en la playa. O si cambiamos la agenda atiborrada de reuniones por la agenda atiborrada de planes. Qué pasará si, en vez de tener broncas con el jefe, pasamos a tenerlas con nuestra pareja, o con nuestra hija adolescente. O si en lugar de preocuparnos por no comer para adelgazar comenzamos a preocuparnos porque estamos engordando. Qué nos ocurrirá si el madrugón para evitar el atasco se convierte en el madrugón para plantar la sombrilla en primera línea de playa. O si la frustración por no poder dedicar tiempo a leer se convierte en la constatación de que no nos apetece leer.
Las vacaciones no son un lugar. Son un estado de la mente. Es más: las vacaciones no son ni siquiera un estado de la mente: son un estado fuera de la mente.
El empirismo, el racionalismo, y casi hasta el impresionismo y la Ilustración nos han colado una gigantesca mentira: la fe ciega en nuestra mente y en lo que esta es capaz de producir. Incluso en que la realidad es eso que vemos. Contemplamos un paisaje y creemos que es como nosotros lo percibimos. Cuando en realidad nos falta una gama tan amplia de colores y de sonidos que lo que estamos observando no pasa de ser una mera interpretación. Vivimos rodeados de engaños de los sentidos.
Sin embargo, lo más importante no es ni siquiera eso: lo más relevante, y la mejor vía para disfrutar de unas verdaderas vacaciones, es la constatación de que nosotros no somos nuestra mente. El ego, el yo, es una construcción de nuestro cerebro. Nosotros no somos nuestros pensamientos. Nuestros pensamientos son únicamente una propuesta que nuestro cerebro hace a tenor de lo que percibe, de nuestro pasado y de una conjetura sobre nuestro futuro. Lo que pensamos no es sino una producción de nuestras neuronas.
No somos, por tanto, el monólogo que escuchamos dentro de nuestra mente, sino el ser que escucha ese monólogo. No somos lo que hacemos, sino la entidad que observa esas acciones. El ego, la más fascinante producción cinematográfica de nuestro cerebro, lucha una y otra vez por hacerse presente. Por eso regresa sin descanso proponiéndonos tramas y dramas y llenando nuestra conciencia de proyecciones sobre el futuro, en muchos casos temibles. Nuestra mente, en su denodado esfuerzo por ser protagonista, hace también conjeturas sobre lo que los demás ven en nosotros o piensan de nosotros. Pone intención en sus acciones y nos hace interpretar las suyas. Hace planes constantemente, mueve piezas sobre un tablero, se inventa problemas y los resuelve o los olvida. Pero todo eso no son sino sombras chinescas sobre una sábana. Nosotros no somos nada de eso. Somos lo permanente que hay en cada uno. Somos lo mismo que éramos hace diez años, veinte, a los veinte años y a los diez. Somos lo que no ha cambiado en nosotros a lo largo de nuestra vida. Somos el testigo, el observador de lo que nos acontece.
Tomar conciencia de que ni somos nuestra actitud, ni somos nuestra personalidad, sino que nuestra verdadera esencia está más allá de eso, es observarnos con la calma de quien ve a otra persona hablar y comportarse. Con la serenidad adulta de quien ve a un hijo tropezar, caer y llorar, doliéndose por algo que es en realidad nimio. Con la segura paz de quien sabe que el problema que le cuentan no es suyo, sino de otro. Observarnos pensar, mirarnos obrar, vernos debutar en este mundo, con la perspectiva de quien se sabe uno con el universo, de quien se sabe hecho de la misma materia con la que se construyeron las estrellas y las mareas. Esa es la mejor manera de renovarse durante el verano. Y a la vuelta del verano. Y siempre.