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Sábado, 27 de abril de 2024
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Opinión

Somos pataleta de niño chico

Por Jesús Alcoba, director creativo en La Salle Campus Madrid

Jesús Alcoba

18 mar 2024

Por todas partes encontramos gente enfadada, crispada. Con el aliento contenido y el ceño arrugado, como cortina con trabillas. Resulta insólito, porque tras la pandemia todos teníamos, según la teoría, que haber comprendido el significado último de la vida, que no es otro que disfrutar de la vida. Abrazarla con intensidad como quien redescubre a un viejo amigo y dejarnos llevar por ella de hito en hito, de valle en valle, entre sonrisas y lágrimas y entre fracasos y festejos.

Pero no es así. Dicen que, claro, entre las guerras, los tipos de interés, la inflación, el cambio climático, la desigualdad y la política lamentable y torticera que nos sacude, es normal estar así. Así en tensión. Así en angustia. Así en preocupación.

Pero no es verdad. Tenemos el autoanálisis desbocado y todos los días, cuando no dos veces al día, surgen voces de analistas, de gurús y de expertos en el quinto pino que definen nuestro tiempo, casi siempre de la manera más apocalíptica posible. Primero fue VUCA, ahora es BANI, y mañana será vaya usted a saber qué. Nos empeñamos en decir que nuestro tiempo es diferente, que es el más vertiginoso y tremebundo que se ha conocido. Que, por supuesto y sin lugar para la duda, tenemos todo el derecho a estar alterados y alienados. En lo que, posiblemente, no es sino una soberbia manifestación de egocentrismo. Del egocentrismo de los niños chicos.

¿Cómo vivió la gente durante la Peste Negra? En aquellos más de cincuenta años los muertos en vida paseaban las calles con sus nódulos bubónicos y los muertos ya muertos ribeteaban las fosas, siendo presa fácil para los perros, que los devoraban a furia y saña arrastrando sus restos por los caminos polvorientos. ¿Cuál sería el acrónimo que definiría a aquella época oscura? ¿Estarían de acuerdo los doctos y letrados en que cualquiera de nosotros, envucados y banizados pero a salvo en nuestras casas con hilo radiante y nevera llena, moriríamos de simple horror si fuéramos transportados allí en lo que dura el clic de un ratón?

¿Y cómo se vivía en los países afectados por las Guerras Mundiales? ¿Cómo era la vida en Berlín, donde 67.000 toneladas de explosivos destrozaron el 80% del centro de la ciudad? ¿O en los alrededores de Hiroshima y Nagasaki, donde los supervivientes arrastraban quemaduras y heridas y la angustia constante de padecer cáncer, al no saber el efecto que la radiación estaba provocando dentro de sus cuerpos? ¿Qué hacemos nosotros quejándonos de la modernidad líquida, o de cualquier otro concepto nacido de abstracciones y academicismos cuando, en otras épocas, era la muerte misma la que aterrorizaba a nuestros congéneres?

Por otro lado, durante largo tiempo los algoritmos nos han cortejado y gran parte de ellos nos han conquistado. Vivimos cada uno en su cámara de eco, donde todo nos da la razón. Las noticias que nos llegan son las que coinciden con lo que pensamos, los productos que se nos ofrecen son los que deseamos y hasta los amigos virtuales que se nos proponen coinciden con lo que somos. Esto, unido al compulsivo análisis de nuestra situación, no hace sino inflamar nuestro ego hasta límites jamás sospechados. Todo habla de nosotros, de cada uno de nosotros y, de paso, de lo complicada y dura que es nuestra vida. Vida que, por cierto, vemos casi siempre a través de nuestros televisores de cincuenta pulgadas antes de acometer la tercera temporada de la serie que nos encandila, mientras le hincamos el diente a la cena, preparada por esos otros a los que pagamos para que nos sirvan.

Y de ahí la queja constante cuando, al salir de nuestra burbuja de filtros, el mundo no nos da la razón en casi nada. Vivimos tan cargados de razones y tan seguros de que vivimos una época tortuosa que no concebimos quedarnos sin trabajo, o ser abandonados por nuestra pareja, o padecer una enfermedad grave. Esto sería, pensamos, el summum, el colmo, el acabóse. Creemos que todo lo malo que nos pasa es injusto y desproporcionado porque el mundo siempre nos da la razón y porque alguien nos ha metido en la cabeza que nuestra vida es, de por sí, difícil. “Y ahora, encima, esto”, pensamos, como si siempre viviéramos al límite. “¿Y ahora, por qué esto?”, nos dolemos, al sentir que todos nuestros raciocinios se muestran impotentes a la hora de explicar lo que nos acontece.

Somos como esos hijos únicos, sobrinos únicos, nietos únicos, que vivieron sus primeros años de vida entre algodones, agasajos y cariños, siendo el centro verdadero del universo que, después, en sus primeros pasos en la guardería, sufrieron el pavor de descubrir que había otros. Y que esos otros pegaban, escupían y mordían. Como esos niños chicos que volvían a casa, al regazo de mamá, envueltos en lágrimas, porque el mundo, el nuevo mundo, ya no atendía a sus caprichos y parecía seguir sus propias reglas, ajeno a sus pataletas y desconsuelos.

Cuánto más ganaríamos si lográramos sacudirnos esos dos enormes egos que todos portamos, el individual algorítmico y el generacional analítico, y comprendiéramos que ni nuestra era es tan tremenda como nos han hecho creer los analistas, ni el universo piensa como nosotros, como nos han hecho creer los algoritmos.

No somos sino seres minúsculos, vulnerables y transitorios. No nos merecemos nada ni tenemos derecho a nada más que a la vida, que no es poco. Dejemos, por tanto, de alimentar nuestros egos y vivamos, que entre tanto devaneo y drama parece que se nos ha olvidado lo que es vivir.

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