Se acerca el final del año y con él llega el acostumbrado balance de logros y tareas pendientes, y el no menos clásico ejercicio de formularse buenos propósitos para el periodo entrante. Un proceso de reinicio mental en el que, de cara al año que viene, nos visualizamos como una versión mejorada de nosotros mismos, […]
Dirigentes Digital
| 27 dic 2021
Se acerca el final del año y con él llega el acostumbrado balance de logros y tareas pendientes, y el no menos clásico ejercicio de formularse buenos propósitos para el periodo entrante. Un proceso de reinicio mental en el que, de cara al año que viene, nos visualizamos como una versión mejorada de nosotros mismos, de nuestros proyectos, y de nuestras empresas. Una en la que el gimnasio se convertirá en nuestra segunda casa, dejaremos de fumar, aprenderemos inglés, comeremos más sano, nos haremos un perfil de TikTok, haremos voluntariado medioambiental, pasaremos más tiempo con la familia y los amigos e introduciremos otra serie de cambios en nuestras rutinas que harán de 2022 un año mucho mejor de lo que fue 2021.
Todos sabemos por experiencia que ese listado de buenos propósitos no es demasiado realista y que, en el mejor de los casos, solo lograremos hacer la mitad de la mitad de lo proyectado. Pero aun así seguimos haciéndolo, y la razón es porque es un ejercicio absolutamente imprescindible, ya que sin él no sería posible cerrar bien el ciclo que termina ni iniciar el siguiente con la disposición mental y emocional adecuadas. Necesitamos objetivos ilusionantes para seguir adelante con fuerzas renovadas.
¿Acaso no precisan también ellas reiniciarse en clave positiva al inicio de una nueva etapa? ¿No sería igualmente sano y catártico que las organizaciones se plantearan también buenos propósitos al llegar el cambio de año como hacemos las personas en el plano individual? Y no me refiero únicamente a objetivos económicos, a mejorar el ebitda, incrementar los índices de productividad o abrir un determinado número de nuevas sedes. Eso ya lo hacen. No, no se trata sólo de mejorar sus cifras, sino de aspectos y comportamientos de la vida corporativa más sutiles y difíciles de medir, intangibles que tienen más que ver con la calidad que con la cantidad, con los “cómos” empresariales que con los “qués”.
Hay tantos como tipos de organizaciones. Ser una empresa más creativa e innovadora, cuidar más al empleado, escucharle, darle capacidad de decisión, flexibilidad, mejorar la calidad del liderazgo, crear mejores experiencias de cliente, buscar nuevos y diversos canales para llegar hasta los consumidores, apostar por la digitalización, estar más conectados con la comunidad, ser una empresa más comprometida con el medioambiente, sostenible, más diversa e inclusiva… No hay límites para que una compañía imagine el tipo de organización en el que le gustaría convertirse.
Atreverse a imaginar ese futuro mejor para la empresa es una misión compartida por todos los integrantes de la misma, aunque son sus líderes quienes deben capitanearla. A ellos les corresponde darle forma y trasladar esos “sueños” al resto de la organización como primer paso para poner en marcha los mecanismos del cambio. Por esa razón, es importante que esos buenos propósitos sean verbalizados en reuniones y presentaciones, y queden reflejados en documentos internos o en la formulación de los planes estratégicos de la entidad.
La labor de evangelización de los líderes y la plasmación de esos felices deseos en una serie de mensajes corporativos claros e impactantes es necesaria pero no suficiente para que los cambios proyectados lleguen a convertirse en realidad. Al igual que sucede con los buenos propósitos personales, existe el peligro de que muchos de esos planes se quedan en palabras bonitas y nunca lleguen a nada palpable. ¿Cómo hacer que los buenos propósitos pasen del plano puramente aspiracional al operativo? ¿Cómo lograr que esa “mitad de la mitad” se convierta en la mitad, en tres cuartas partes o incluso se acerque al deseable 100% de objetivos alcanzados?
Solo existe una fórmula. Transformar esos buenos propósitos en planes concretos, en un proyecto dotado de road map, fechas, presupuesto, recursos, indicadores, objetivos y un equipo de trabajo con indicaciones claras y dedicado en cuerpo y alma a su consecución. Solo así se podrá pasar del “imaginar” al “hacer”.
De esta forma, cuando llegue el momento de realizar el siguiente balance de fin de ciclo, los buenos propósitos dejarán de figurar en la incómoda columna del ‘debe’ y nos servirán, desde la del ‘haber’, como desafiante punto de partida para iniciar con fuerzas renovadas el siguiente capítulo de nuestra vida personal o empresarial.
El secreto: pasar de la idea a la acción, de las intenciones a los hechos. Hacer que las cosas pasen.