La economía española ha entrado en una fase de desaceleración, pero eso no significa que estemos a las puertas de una nueva crisis. Puede que ya no contemos con el impulso adicional de los “vientos de cola”, pero los fundamentos básicos sobre los que se sustenta el crecimiento se mantienen inalterables. Durante la etapa de […]
Dirigentes Digital
| 24 sep 2018
La economía española ha entrado en una fase de desaceleración, pero eso no significa que estemos a las puertas de una nueva crisis. Puede que ya no contemos con el impulso adicional de los “vientos de cola”, pero los fundamentos básicos sobre los que se sustenta el crecimiento se mantienen inalterables.
Durante la etapa de recuperación no se han generado desequilibrios: el endeudamiento privado se ha reducido, hemos seguido ganando competitividad, las entidades financieras están saneadas y no han acumulado riesgos, y no se ha formado (por el momento) ninguna burbuja. No hay, por tanto, desde la perspectiva interna, motivos para que el crecimiento se detenga, si bien su ritmo será inferior al de los últimos años.
Sí que existen importantes factores de riesgo, pero estos proceden de la economía internacional. Las guerras comerciales, el auge de los populismos antieuropeos, la retirada de las políticas monetarias ultraexpansivas, las debilidades de China y las burbujas de algunos mercados financieros son elementos que podrían provocar algún “accidente”, del cual la economía española podría salir muy mal parada.
El elevado déficit estructural y endeudamiento de nuestro sector público han eliminado todo el margen de maniobra de la política fiscal para reaccionar ante un final abrupto del crecimiento, en caso de materializarse dichos riesgos. Incluso podríamos sufrir una pérdida de confianza con respecto a nuestra solvencia, como ocurrió durante la crisis de la deuda de 2012, obligándonos a emprender una política fiscal restrictiva en medio de una crisis. Deberíamos comenzar a corregir esta vulnerabilidad cuanto antes.